Escritos no poniles
MensajePublicado: 12 Mar 2013, 15:52
por JoanK
Inspirado por el hilo de Dibujos no poniles, llega Escritos no poniles, para que cualquier escritorzuelo amateur o sencillamente esporádico que se pase por el foro pueda postear su última aberración verbal. Supongo que me toca empezar... *se santigua*
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La Piel
Spoiler:
La piel, qué órgano más extraño, un tejido de tejidos, cubriendo nuestra desnudez interior con una desnudez exterior. La piel es una capa, un traje de astronauta ajustado al cuerpo. Una tela que se cose sola, que se teje por sí misma. La piel… qué cosa más extraña es la piel- pensaba Daniel tumbado en la cama, mirando al techo.
El techo estaba encalado, era sólo una pared más, de blanco calcáreo. Blanco, como un lienzo sin pintar, o como el imaginaba que era un lienzo sin pintar. Pero no estaba en realidad blanco para él. Ese lienzo que era el techo se llenaba de sus sueños, sus esperanzas y sus recuerdos. Todas las mañanas. Todas las mañanas se despertaba mirando al techo, solo, recordando sus sueños de la noche anterior, sueños banales, sueños especiales, sueños espaciales. Pero ese día, esa noche, había sido diferente.
El sueño había sido extraño. No más incoherente o raro que normalmente, sino extraño. Algo no encajaba. Aquella noche había visto una persecución, dentro de un tren, y el protagonista saltaba del tren a la vasta llanura nevada. Era la estepa. Pero una hermosa muchacha, azafata del tren, saltaba con él. Pasaron la noche acurrucados en un cobertizo, pero por la mañana el mundo era ya futurista…
Y pensando en el sueño movió sin pensar su mano, y encontró algo. Encontró un cuerpo. El cuerpo de la joven azafata. Entonces supo que ella era lo extraño, nunca jamás había soñado con una pareja más que como un lejano objetivo. Pero esa noche ella había dormido junto a él. Y él ya sabía lo que había que saber. Sabía que ella era perfecta, y navegó por su sueño, el mundo siendo su mano.
Mientras miraba su sueño y sus recuerdos en el techo, se fijó en su mano. Estaba tocando su nalga, en la parte más superior, en la curva de la espalda. Era una piel suave, levísimamente pilosa. Los cortos pelos, inclinados sobre el cuerpo, aún le daban un aire más suave a esa piel. Recordó entonces un anuncio, y luego su madre, y dijo “Piel de melocotón” Ella se removió imperceptiblemente, y él recordó porqué pensaba en la piel cuando despertó. Tenía la mano tocando su nalga, suave, como el culito de un bebé, que decía el anuncio. Pero ahora la tenía en el cóccix, un pequeño relieve en la base de la columna, y la siguió de aquella colina al valle entre las montañas de los omoplatos, en el cual la piel era ya completamente tersa y lisa, a su vez irregular, como la espuma fina en la que se envuelven algunos objetos frágiles.
Como frágil es la piel, dijo para sí. Se volvió sobre su costado derecho, como mirando a su nuca, cubierta de pelo castaño. Hundió la punta de su nariz en este, y aspiró. Una leve fragancia de champú le llegó a las mucosas, pero lo que llegó a su cerebro fue su olor dulce, aliviado del hedor que lleva un pelo sin lavar. Con la mano izquierda le apartó la larga melena del cuello, y se la tiró al otro lado de ese muro infranqueable de su espalda, cubriéndole sus pechos desnudos. La acercó a él y la cogió por el hombro izquierdo desde delante, con su codo sobre el costado.
Vio que estaban ambos desnudos, pero no le importó entonces. Su piel era algo único, pensó mientras paseaba tranquilamente su mano por encima del hombro, resiguiendo caminos invisibles, rutas recorridas por sus dedos sobre las minúsculas arrugas de su piel. Se fijó en ellas, y las vio a todas y cada una de ellas, diagonales, cruzándose entre sí, la una sobre la otra sobre la anterior, todas empalmadas unas con otras, trazando calles entre las manzanas que son para ellas las glándulas capilares.
Glándulas, recordó, unas en una capa, otras en otra, pero todas son la piel y todas dan al exterior. Capas y capas, células y más células, ¿cómo pueden ser algo tan bello un puñado de proteínas coordinadas por el señor ADN? Y distrayéndose con sus caminos, que le llevaban más adentro en sus pensamientos, su mano le fue cayendo hacia abajo, en un lento arco trazado por el compás de su codo, siguiendo más caminos, y encontró el cabello.
Distraídamente cogió entre sus dedos un mechón, lo tiró imperceptiblemente arriba y aspiró de nuevo. Ahora, el dorso de su mano descansaba de nuevo sobre la piel de ella, así como él se le arrimaba entre sábanas atraído por su calor, su suavidad, su no muy pronunciada curva, que marcaba la bella silueta. La piel en la que reposaba su mano, aún cogiendo el mechón, era especialmente atractiva, de nuevo suave, algo más blando el cuerpo que en el culo. Aunque bajo la mano había también el pelo, pudo notar como en el descenso de la mano, esta se alejaba más, y rozó una pequeña protuberancia.
Todo pasó en un segundo, ella se removió en su sitio y él despertando de su ensueño, se horrorizó de su acto inconscientemente, y el pelo de ella voló mientras él retiraba la mano de sobre su seno y la enviaba al otro lado de la cama, girando sobre su espalda para mirar de nuevo el techo. Recordó avergonzado lo que había estado a punto de hacer y miró fijamente una imperfección del techo.
De repente, en su concentración, esa irregularidad se transfiguró en una peca de su espalda, y sintiendo que el deseo le invadía de nuevo se fijó en otra irregularidad, lejana, pero esa peca no desapareció, sino que la nueva irregularidad devino una pequeña imperfección justo encima de la cadera. Lenta pero inexorablemente, el techo se convertía en su espalda, y él luchaba por no profanar el templo de aquel cuerpo, y cerró los ojos.
Al instante los abrió, y para entonces el techo entero era ya su silueta sobre la cama, la piel desnuda, suave e irregular ante él, atrayente, todos sus dedos viajando felices sobre aquel páramo paradisíaco, siguiendo la columna de nuevo, escapándose por la bahía de la cintura hacia la barriga, dirigiéndose al ombligo, un pozo estriado donde la yema de su dedo corazón encontró por fin reposo. Pero la mano derecha, aún cautiva y medio atrapado el brazo bajo su propio cuerpo, intentaba encontrar con sus dedos aquellos caminos invisibles trazados intrínsecamente por aquel vestido de astronauta ajustado al cuerpo, recorrido por otros dedos en otro tiempo pasado, desesperadamente buscando el calor de aquella tierna piel, aquel hombro, aquella ligera curva, el valle entre montañas i las mil maravillas que no alcanzaba de un cuerpo cambiante.
Y al fin la mano derecha volvió al cóccix, para acabar reposando sobre la nalga, donde había empezado aquella aventura de diez minutos o diez horas o diez días o diez eternidades, tan poco importaba eso ya. Y muertas ambas manos en el reposo tranquilo de sus dedos, Daniel saboreó aquel tacto i tocó aquel olor de su pelo, y en un pequeño éxtasis cotidiano de los sentidos se durmió de nuevo, esperando a que la eternidad pasase y el tiempo se olvidase de ellos y pudiesen vivir para siempre los dos juntos, los dedos de uno en la espalda de la otra.
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