La última compra
(No tiene contenido gore ni adulto, pero aún así, abstenerse sensibles)
Spoiler:
La última compra
Se miró en el espejo una última vez, tras maquillarse, para asegurarse que no quedaba rastro alguno del golpe. María salió de su cuarto, y, antes de llegar a la salida, se detuvo ante la puerta de la habitación de su hija.
Su hija, su niña del alma.
Desde hacía años, María había sido maltratada por su marido -como ocurrió la noche anterior, y muchas otras noches antes que esta- pero ella lo había soportado. Él era quien traía más dinero a casa. Y ella pensaba que él, en el fondo, la quería. Incluso llegó a creer que quería a su hija. Su querida Elisabet. Una pobre criatura de 12 años.
Decidida a que los contratiempos no cambiarían sus planes, salió de casa y se dirigió a ver a su madre. Le pidió que esa noche cuidara de Elisabet, ya que María tenía planes. La abuela accedió encantada, a pesar de notar que algo no iba bien.
Después fue al supermercado. Comprobó la lista de la compra. Morcillo de ternera a cuadros, varias especias, y verduras para cocido. Ese medio día quería hacer estofado, el plato preferido de Elisabet. Quería que ella lo difrutara de su propia mano una última vez.
Sabía que después de esa noche, su hija no volvería a saborear ese plato.
También compró una caja de antiinflamatorios. Ella los necesitaría, y se le habían acabado.
Y por último, antes de ir a la caja, compró una caja de preservativos. Quizá esa noche su marido tendría una alegría.
Después de pagar volvió a su casa. Por el camino pasó por una papelería, y súbitamente se le ocurrió comprar papel de cartas perfumado.
Cuanto menos, tenía que dejar una carta. Se lo debía a su hija, y a su madre.
Ya en casa, comenzó a preparar el estofado. Un par de horas después, llamaron a la puerta. Tras ella, esperaba su hija, que volvía de la escuela. Todavía tenía pequeñas marcas de los golpes que recibió en la cara, y la escayola que le inmovilizaba el brazo izquierdo estaba llena de firmas de sus amigos de clase. Elisabet echó a un lado su pelo negro azabache, besó a su madre y entró con expresión triste.
Se le iluminó la cara al oler el estofado.
- ¡Qué bien!¡Hay estofado!
- Sí cariño.
Poco después las dos habían comido juntas. Cuando ambas se levantaron, María le dijo a Elisabet:
- Cariño, esta noche dormirás en casa de la abuelita.
La niña asintió y se fue a su cuarto a jugar al ordenador. María se quedó a solas mientras recogía la cocina. Asió un cuchillo de carne para limpiarlo, y se quedó mirándolo unos segundos.
Nada volvería a ser igual para su pobre Elisabet.
Pero algo era seguro. Nadie volvería a hacerle daño.
Ni siquiera su padre.
Se miró en el espejo una última vez, tras maquillarse, para asegurarse que no quedaba rastro alguno del golpe. María salió de su cuarto, y, antes de llegar a la salida, se detuvo ante la puerta de la habitación de su hija.
Su hija, su niña del alma.
Desde hacía años, María había sido maltratada por su marido -como ocurrió la noche anterior, y muchas otras noches antes que esta- pero ella lo había soportado. Él era quien traía más dinero a casa. Y ella pensaba que él, en el fondo, la quería. Incluso llegó a creer que quería a su hija. Su querida Elisabet. Una pobre criatura de 12 años.
Decidida a que los contratiempos no cambiarían sus planes, salió de casa y se dirigió a ver a su madre. Le pidió que esa noche cuidara de Elisabet, ya que María tenía planes. La abuela accedió encantada, a pesar de notar que algo no iba bien.
Después fue al supermercado. Comprobó la lista de la compra. Morcillo de ternera a cuadros, varias especias, y verduras para cocido. Ese medio día quería hacer estofado, el plato preferido de Elisabet. Quería que ella lo difrutara de su propia mano una última vez.
Sabía que después de esa noche, su hija no volvería a saborear ese plato.
También compró una caja de antiinflamatorios. Ella los necesitaría, y se le habían acabado.
Y por último, antes de ir a la caja, compró una caja de preservativos. Quizá esa noche su marido tendría una alegría.
Después de pagar volvió a su casa. Por el camino pasó por una papelería, y súbitamente se le ocurrió comprar papel de cartas perfumado.
Cuanto menos, tenía que dejar una carta. Se lo debía a su hija, y a su madre.
Ya en casa, comenzó a preparar el estofado. Un par de horas después, llamaron a la puerta. Tras ella, esperaba su hija, que volvía de la escuela. Todavía tenía pequeñas marcas de los golpes que recibió en la cara, y la escayola que le inmovilizaba el brazo izquierdo estaba llena de firmas de sus amigos de clase. Elisabet echó a un lado su pelo negro azabache, besó a su madre y entró con expresión triste.
Se le iluminó la cara al oler el estofado.
- ¡Qué bien!¡Hay estofado!
- Sí cariño.
Poco después las dos habían comido juntas. Cuando ambas se levantaron, María le dijo a Elisabet:
- Cariño, esta noche dormirás en casa de la abuelita.
La niña asintió y se fue a su cuarto a jugar al ordenador. María se quedó a solas mientras recogía la cocina. Asió un cuchillo de carne para limpiarlo, y se quedó mirándolo unos segundos.
Nada volvería a ser igual para su pobre Elisabet.
Pero algo era seguro. Nadie volvería a hacerle daño.
Ni siquiera su padre.