AITANA PONES: "La fiebre infernal" será el primer libro, de momento, de una trilogía. Si estáis pensando en un plagio de Daring Do, pensadlo bien de nuevo, porque esta historia es mucho más oscura. En esta historia encontraréis:
Y sin más, aquí tenéis el...
Capítulo primero: "La esclava poni"
Spoiler:
Los recuerdos no son un flujo contínuo.
La vida, con el tiempo, se convierte en una fluctuante sucesión de hechos aislados, aquellos que marcaron especialmente la vida de una persona.
El oscuro rayo se dirigía hacia Aitana. Las runas de su armadura brillaban moribundas, incapaces de detener el hechizo. Y su portadora, al saber que no iba a poder esquivarlo, no pudo evitar ver pasar toda su vida ante ella.
Su primera expedición.
Cuando Manresh despertó.
El día que conoció a Hope Spell.
Cuando se embarcaron al norte en busca del Weischtmann.
Cuando despertó en el hospital del Imperio de Cristal.
La nota...
Después de eso sus recuerdos eran borrosos, como una parte de su vida que no quisiera recordar. Recordaba dolor, dolor oculto bajo capas de sobreconfianza y agresividad. Sabía que había intentado suplir el vacío de su corazón... con demasiados ponis. Pero era un recuerdo vago, como un sueño, como una ilusión de algo que no debería haber sido su vida.
Pero sus recuerdos se volvían claros a partir de la aparición del laberinto. Se adentró en él sin dudar, quizá buscando salir del bucle en el que se había encerrado, o quizá buscando la muerte. Aitana nunca supo, en verdad, qué es lo que buscaba.
Sin embargo, la encontró. La encontró a ella. La poni que finalmente había logrado que la arqueóloga superara lo que ocurrió en el norte y siguiera adelante. La poni que se había atrevido a considerar, de nuevo, el amor de su vida.
Y ella le correspondió. Ya había pasado un año desde aquello. Cerró los ojos, mientras el oscuro nigromante pronunciaba sus artes arcanas malditas. Aitana murmuró en su mente tres simples palabras.
“Lo siento, pequeña”.
El rayo se le acercó, y aunque la arqueóloga intentó esquivarlo, supo que no lo iba a lograr. Se preparó para el final. No le importaba morir, si con ello podía detener a ese ser. Pero lamentaba profundamente separarse por siempre de su amada. Sabía que nunca le perdonaría haberla dejado atrás.
“Lo siento mucho, pequeña”.
Tres años antes.
Ciudad de Taichnitlán.
Reinos lobos.
Un joven lobezno portaba una bolsa llena de pergaminos, mientras agitaba uno de los mismos en una garra gritando algo en su idioma natal. Una criatura se le aproximó. Era una cuadrúpeda, con patas que acababan en una única garra sin afilar. Tenía el pelaje marrón, algo más oscuro en su morro sin colmillos. Sobre su cabeza y cuello caía una melena de dos colores: violeta y gris. Los mismos que adornaban la cola de la criatura. Llevaba un extraño chaleco verde, lleno de bolsillos. Sobre su cabeza había un sombrero blanco, típico de explorador. Bajo este sobresalía una pieza de tela blanca que cubría la espalda del extraño ser, protegiéndolo del calor del sol.
El lobezno jamás había visto criatura semejante. Pero lo más sorprendente fue cuando habló en un perfecto idioma lobo, aunque con un acento muy marcado.
—Dame un pergamino, chico.
El joven lobo aceptó el escudo de oro a cambio de éste, y se lo entregó.
—¿Usted es un poni, señor? ¡No se ven muchos ponis en los reinos lobos!
—Soy una hembra, muchacho —respondió mientras abría el pergamino—. Y sí, soy un poni, me llamo Aitana Pones. ¿Es cierto lo que estabas gritando?
—¡Sí, señora poni! El milenario Imperio de Cristal ha vuelto a aparecer. Aunque si le soy sincero, no tengo ni idea de qué es eso.
El lobezno se despidió y siguió su camino, anunciando el titular del pergamino -el equivalente a los periódicos de equestria-: “El Imperio de Cristal reaparece tras un milenio desaparecido”. Aitana abrió el suyo y, tras leer la noticia, exclamó en equestriano:
—¡Maldita sea! ¡Un maldito milenio desaparecido, y reaparece cuando estoy en el culo del mundo! ¡p*ta suerte la mía!
Maldiciendo, lanzó el pergamino a un montón de basura y siguió su camino. La ciudad de Taichnitlán era la capital comercial de los reinos lobos. Crecía como una flor junto al mar, en pleno desierto. Sus edificios estaban construídos principalmente con ladrillos y barro, dando a todo el conjunto un monótono color marrón anaranjado. Sin embargo, palmeras y fuentes adornaban las calles y casas de los más ricos, haciendo a la ciudad merecedora de su sobrenombre: “La joya del desierto”.
Cientos de comerciantes pasaban a diario por el puerto, que estaba continuamente lleno de actividad. La población en general era de clase baja y trabajadora, acumulando las riquezas unos pocos maharajás. Sin embargo, los habitantes de esta ciudad en concreto no tenían grandes problemas: la comida no faltaba y, a pesar de estar rodeados por desierto, el agua abundaba en forma de fuentes y manantiales artificiales, que se alimentaban mediante un desvío del río que pasaba a varios kilómetros de la ciudad.
Viajar por los reinos lobos era arriesgado. En una ciudad, si uno pasaba desapercibido, podía contar con la relativa seguridad de que sólo sería atacado por ladrones que se conformarían con su oro. Sin embargo, en las zonas menos pobladas, era cuestión de tiempo que alguien intentara asesinarte. Especialmente tratándose de un poni. No hay que olvidar que los lobos son, mayoritariamente, carnívoros. Aunque podían alimentarse de comida vegetal, culturalmente, se seguía considerando una extravagancia.
Aitana se encaminó a través de las calles hacia un destino concreto. Tras atravesar el mercado se adentró en la zona más rica de la ciudad. Los lobos que pasaban, y algún ocasonal grifo, se detenían y la miraban, murmurando por lo bajo. Aitana estaba acostumbrada a ello, y en el fondo lo entendía. Con todo lo bueno que tenía Equestria, se había dado cuenta en sus viajes de que era un reino extremadamente cerrado. Los ponis no sabían prácticamente nada de las naciones vecinas, con la excepción de los grifos.
Las casas de esta zona estaban custodiadas por guardias. Mercenarios o servidores de ricos burgueses y mercaderes. Había muchos negocios tras esas puertas, muchos de los cuales probablemente eran de moral bastante cuestionable. Otros eran abiertamente ilegales. Pero no era por eso por lo que Aitana había acudido a ese lugar. Esos temas no eran asunto suyo. Llegó a una casa, o más bien, un pequeño palacete. Dos guardias lobos custodiaban la puerta. A dos patas, pose que solían adoptar en combate, los lobos casi doblaban en altura a cualquier poni. Llevaban sendas armaduras de cuero reforzado. Una espada colgaba del cinturón de cada mercenario, y en sus garras portaban una alabarda de bronce. En cuanto vieron a Aitana acercarse, adoptaron posición de guardia y cruzaron sus armas frente a la puerta de la casa.
—No se puede pasar. El amnar comerciante Alib ib Massan ib Massaure está reunido.
El guerrero, de pelo gris, hablaba en poni bastante torpemente. Aitana pudo apreciar tres marcas tatuadas bajo el pelo de su brazo. Una por cada enemigo que ese lobo había abatido. Tratando de ser cortés, la poni habló en el idioma natal del guardia.
—Alib ib Massan es un lobo ocupado, pero somos viejos amigos. Infórmale de que Aitana Pones ha venido a visitarle.
—Creo que no has entendido, poni —farfulló el otro guerrero con violencia, mostrando todos los dientes—. Aquí los de tu especie son simple ganado. Y yo empiezo a tener hambre, ¿verdad, Mohammed?
—Tienes suerte, poni, de que estamos de guardia —dijo el lobo gris, Mohammed—, si no fuera por eso te mataría aquí mismo. Pero siempre podríamos decir que intentaste allanar la casa de Alib ib Massan.
Ambos guerreros rieron por lo bajo, esperando que la poni echara a correr por sus poco sutiles amenazas. A fin de cuentas, eran una raza de nenas criadas en un mundo de arcoíris, y jamás se veían envueltos en auténticos problemas. Tan nenazas que no eran capaces de abandonar su hogar para comerciar en el gran puerto de Taichnitlán. Para los mercenarios lobos, eran una raza que no merecía mayor respeto que los cerdos que criaban para alimentarse.
Pero para sorpresa de los dos guerreros, esa poni no solo no echó a correr. Ni siquiera mostró signos de amedrentarse. Lo que es más, los miró a los ojos, desafiante, y con una sonrisa prepotente, soltó:
—Claro. Sin duda no querréis hacer enfadar a vuestro amo, ¿verdad, perros?
—Estúpida poni, somos mercenarios contratados por Alib ib Massan, no esclavos.
—Vaya, disculpame, perro, pero no sabía que a los de tu especie ahora se les pagaba con oro. No te preocupes, seguro que al final del día te dan una galleta.
No hubo ningún grito o aviso. Simplemente, los dos mercenarios levantaron sus armas y las descargaron contra la poni. Aitana saltó a un lado, esquivando la primera alabarda. Después se echó al suelo, esquivando el ataque del otro guardia, y cargó con toda su fuerza contra el lobo gris.
En el interior de la casa, el gran burgués Alib ib Massan ib Massaure escuchó un gran estruendo en la puerta principal. Después, ruido de combate. El gordísimo lobo llamó a sus sirvientes, temiéndose que un enemigo viniese a matarlo. ¿Pero quién? ¡Había pagado a todas las mafias del lugar, y sobornado a todas las autoridades! ¡No había nadie con razones, o poder suficiente, para asesinarlo!
No tuvo tiempo a alejarse de la puerta principal cuando ésta se abrió. Un par de sirvientes llegaron, portando garrotes y algún cuchillo, dispuestos más a luchar por sus vidas que por la de su amo. Pero tras la puerta se encontraron una escena insólita:
El mercenario de color gris estaba en el suelo, sujetándose la tripa y luchando por respirar. El otro guardia estaba de rodillas, su alabarda yacía en el suelo a varios metros de él. Una espada se sostenía a pocos centímetros de su cuello, empuñada nada menos que por un poni. Éste se giró, y el comerciante en seguida reconoció el pelaje marrón de una vieja compañera de negocios.
—Alib, deberías contratar guardias más educados —sentenció Aitana hablando en lobo—. Si me hubiesen anunciado como les pedí, eso no habría pasado.
—¡Aitana Pones! —gritó Alib, aliviado—. ¡Cuánto tiempo ha pasado! Pasa, vieja amiga, y deja que mis sirvientes te sirvan higos y algo de vino. Este... y que alguien atienda a los mercenarios, ¡vamos! —añadió dando dos sonoras palmadas.
Los sirvientes obedecieron en perfecto orden. Antes de que la puerta del patio principal se cerrara, Aitana acertó a ver cómo el lobo gris la miraba con rabia. Suspiró para sus adentros: esos lobos le traerían problemas. Lo suyo era una manía: allá donde fuera, tenía que buscarse problemas.
El patio interior de la mansión era practicamente un pequeño oasis. Un lago artificial llenaba el centro del lugar, con nenúfares creciendo sobre él. Dos lobas, dos de las esposas de Alib, se bañaban con tranquilidad. Una debía tener unos cuarenta años, solo unos pocos menos que su marido. La otra, sin embargo, a duras penas debía haber superado la pubertad.
Alib guió a su invitada -por referirse de alguna forma a la manera de presentarse de Aitana- hasta una pequeña mesa a la sombra de una palmera joven. Dio dos palmadas y varios sirvientes trajeron una bandeja llena de delicias vegetales del desierto: higos, higos chumbos, cactus desespinados con miel... También trajeron una humeante tetera. Alib despidió a los diligentes sirvientes y procedió a servir dos vasos de té.
Aitana se fijó en que una de sus sirvientas, que portaba un collar identificándola como esclava, era una poni. Pelaje rojizo, pelo negro, y una cutie mark en forma de reloj. Pero decidió no comentar nada al respecto, todavía.
—Dime, amiga mía —dijo el lobo hablando torpe, aunque educadamente, en poni—, ¿qué te ha traido a mi hermosa ciudad? Y espero que la razón no sea humillar a mis mercenarios.
Aitana recogió el vaso de té y le dio un pequeño sorbo. Amargo, fuerte y aromático. “Amargo como el nacimiento”, solían decir los lobos nacidos en el desierto.
—Manresht.
El lobo se quedó a medio sorbo de té y miró directamente a la arqueóloga.
—¿Es una broma?
—Alib, sabes que cuando se trata de perseguir seres y maldiciones de la antigüedad, nunca bromeo.
El lobo comió algo mientras miraba a su invitada, esperando que en cualquier momento ésta le confirmara que no era más que una broma para relajar el ambiente. Pero no fue el caso.
—Me estás diciendo —siguió hablando en lobo— que has atravesado medio mundo para perseguir el mito de un mago diabolista que aguarda su momento para resurgir. En serio, ¿es una broma, Aitana?
—No. Mis estudios indican que la leyenda podría ser cierta. Y varios de mis artilugios indican que algo está ocurriendo en el desierto, un ser de gran poder. He venido a investigar.
Ambos apuraron sus vasos de té, y Alib sirvió dos nuevos. La piedra de azúcar había suavizado la bebida, eliminando el amargor. “Suave como la vida”.
—¿Y qué necesitas de este humilde comerciante?
—Acceso a los centros de saber de la ciudad, y un lugar donde poder descansar con seguridad. A cambio te ofrezco el treinta por ciento del beneficio en oro que saquemos de la expedición.
—¿Y qué ocurre si no hay bastantes beneficios, o estás equivocada, vieja amiga? Aunque hasta ahora nunca lo has hecho, no sería un comerciante de mi categoría si no fuera precavido.
Aitana se llevó un trozo de cactus con miel a la boca, mientras hacía cuentas mentales. Estaba delicioso. Le resultaba irónico que, en una cultura mayoritariamente carnívora, fuesen capaces de elaborar manjares vegetarianos como ese.
—Sabes que no soy precísamente pobre. Si sale mal, te pagaré todos los gastos que te suponga más un veinte por ciento del total por las molestias.
Alib pareció meditar la propuesta.
—Tener a una poni alojada en mi casa es siempre un riesgo, amiga mía. Más aún considerando que ya has saqueado varias tumbas milenarias. Eso siempre crea poderosos enemigos.
—Y los beneficios que te supuso a ti, no lo olvides. Dime tu precio.
—Cuarenta por ciento si sale bien, treinta si sale mal.
—Trenta y cinco y veinticinco. Mi última oferta.
Tras unos segundos de silenciosa meditación, el gordísimo lobo sonrió y alzó el té, sellando el pacto con la costumbre poni de un brindis. Aitana hizo lo propio. Estuvieron un rato charlando de otros temas, principalmente los mejores pactos comerciales que había sellado Alib el último año.
—Alib —interrumpió tras un rato Aitana—, he visto que tienes una esclava poni. No son comunes en los reinos lobos, debe haberte costado una fortuna.
—¡Una auténtica rareza! —exclamó el lobo con júbilo—. La vendía un tratante de esclavos de confianza hace unas semanas. Fue verla, la fuerza que irradiaba su mirada, y decidí comprarla.
—¿Por la fuerza de su mirada, o por el lujo de tener un esclavo poni?
—Y además, sabe combatir —Alib ignoró el deje de molestia de la voz de Aitana—. Siempre es sabio tener esclavos bien atendidos y felices que puedan combatir. La seguridad es importante para un lobo de mi categoría.
—Como lo es la libertad.
Hubo un tenso silencio. Ya habían debatido en el pasado sobre la esclavitud y no era una buena idea iniciar una nueva discusión. Para Alib la respuesta no había cambiado: Aitana estaba en un reino en el que la esclavitud estaba permitida, y tenía que aceptarlo. Aitana acabó su té y lo acercó al centro para que le sirviera el tercer vaso, como era costumbre.
—Quiero comprarla. Dí tu precio.
El lobo estalló en una amarga carcajada, casi escupiendo el té.
—¡No te la puedes permitir, poni! A no ser, claro, que te hayas vuelto millonaria en el último año, lo cual dudo.
—Y no te equivocas. Pero sí que tengo objetos más valiosos que una esclava. ¿Qué me dices del Cetro Dorado del alicornio? En Equestria no puedo venderlo más que por unas miles de monedas al museo. Pero en los Reinos Lobos vale cientos de miles de escudos de oro.
El lobo alzó una ceja, incrédulo.
—¿Y se puede saber dónde llevas metido un cetro ancestral de oro puro de casi dos metros de largo? Porque si es donde pienso, me temo que su valor va a bajar drásticamente.
—Mira que eres cerdo —exclamó Aitana a media sonrisa—. En serio, no quiero saber qué perversiones imaginas conmigo cuando yaces con tu esposa más joven.
—La más joven tiene energías pero le falta experiencia. Me reservo para Emilda, la que tiene casi mi edad, las cosas más difíciles.
—¿Como encontrarte la... herramienta bajo tu inmensa barriga?
—Bueno, ¡ya vale! —exclamó Alib—. Ahora en serio, ¿dónde está el cetro?
—En mi casa, por supuesto, a buen recaudo. Pero puedo hacer que te lo envíen. Tardará unas dos semanas en llegar con un teletransporte.
Alib sonrió abiertamente.
—Me parece un pago muy generoso, tanto que eliminaré la cláusula “si sale mal” de nuestro trato anterior y te consideraré mi invitada este tiempo. Eso sí, no te entregaré a la esclava hasta que no tenga el cetro en mis garras.
—Es justo, pero hasta entonces, me servirá a mí. Si no recibes el cetro siempre podrás recuperarla.
Con la satisfacción de un trato bien cerrado, volvieron a chocar los vasos. Al hacerlo, un pequeño objeto cayó del chaleco de la arqueóloga, quedando colgado por una cadena a su cuello. Era una sencilla brújula de metal, que parecía haber sido destrozada y medio fundida. Alib la miró con interés.
—¿Aún no te has librado de esa vieja ruina? A veces pienso que tiene más valor del que dices, amiga mía.
—Solo tiene... valor sentimental —respondió la yegua mientras guardaba el objeto.
Aitana bebió de un largo sorbo el tercer vaso de té, su favorito. La piedra de azúcar de la tetera se había disuelto casi por completo, dando a la bebida un agradable sabor endulzado.
"Dulce como la muerte."
Un rato después, Alib y Aitana entraron de nuevo en la casa. Desde el salón principal, el lobo gritó en equestriano:
—¡Poni! Ven aquí.
Tardó pocos segundos en aparecer la yegua roja. Ahora que tuvo oportunidad de verla con más detenimiento, Aitana captó ciertos detalles. Su melena negra estaba ligeramente despeinada. Debía tener unos veintinueve o treinta años. Sus ojos, de un intenso color verde, miraron a su amo y a la arqueóloga con el agotamiento de alguien que se haya en una situación que desprecia.
—¿Qué desea?
Alib frunció el ceño.
—¿Debo recordarte cómo dirigirte a mi, esclava?
Alib llevó su garra a una gema que colgaba de su cuello. La yegua roja retrocedió medio paso e, instintivamente, se llevó una pezuña al collar de esclavitud que portaba.
—No, amo, no es necesario. Lo siento, amo.
—Alib —dijo Aitana—. Por más que me guste hacer tratos contigo, si se te ocurre usar el collar de castigo me aseguraré de que no puedas volver a usar tus garras durante meses.
—Amiga, aún es una esclava inexperta que tiene que aprender. Y no es buena idea amenazar a aquel que te acoge en su hogar.
—Al igual que no lo fue para tus guardias atacarme, ¿verdad, Alib?
La yegua le sostuvo la mirada al lobo, hasta que éste la desvió, asustado. Sabía que una amenaza de Aitana Pones no había que tomársela a la ligera.
—Esclava, a partir de ahora servirás a mi invitada como si fuera tu ama. Si recibo el pago acordado, dentro de dos semanas, pasarás a ser de su propiedad. ¿Entendido?
—Sí... amo. Entendido.
—Muéstrale la habitación de invitados.
Mientras Alib desaparecía tras una puerta, ambas yeguas emprendieron el camino. Una vez llegaron a la habitación, la esclava cerró la puerta tras de si, quedando a solas con Aitana.
—¿Cómo te llamas?
—Soy Mcdolia —respondió la yegua roja—. ¿A quién debo mi libertad?
—¡Ja! —exclamó la arqueóloga con una sonora carcajada—. ¿Cómo sabes que voy a liberarte, y no a convertirte en mi esclava?
—Sombrero de exploradora, pelaje cubierto del polvo del desierto, mirada decidida, y has vencido a dos mercenarios lobo sin armas. Además de que no has permitido que Alib usara el maldito collar —añadió tocando el mismo, que se cerraba sin remedio en torno a su cuello—. Quizá me equivoque, pero no tienes cara de comerciante esclavista sin escrúpulos.
La arqueóloga sonrió y le tendió una pezuña.
—Soy Aitana, Aitana Pones. ¿Cómo has acabado tan lejos de Equestria y vendida como esclava?
Mcdolia, tras chocar las pezuñas, miró a su libertadora con la boca un poco abierta. Tras unos segundos bajó la cabeza y murmuró en un susurro:
—Es Aitana, LA Aitana Pones —después levantó la vista y habló normalmente—. Bueno, digamos que vine con intención de resolver un asunto. Soy una... guardaespaldas, por así decirlo. Y tuve la mala idea de pensar que la persona a la que debía proteger era a mi “amo”.
—¿Proteger a ese viejo pervertido de Alib? ¿Proteger de qué? —entonces Aitana recapacitó sobre lo que Mcdolia había murmurado—. Espera, ¿me conoces?
Con una sonrisa, la yegua roja negó con la cabeza.
—No directamente, pero conozco tus trabajos. La arqueología me fascina. Y volviendo a la primera pregunta: tenía mis sospechas de que mi “amo” podría estar en peligro. Basta ver las compañías que frecuenta y los negocios en los que se mete. Pero para cuando me quise dar cuenta... estaba metida en un marrón del que difícilmente podía salir.
Aitana asintió, comprensiva.
—Sí, una vez llevas uno de estos collares sólo tu amo te lo puede quitar. Me sorprende que conozcas mi trabajo. Aunque he llevado muchas reliquias a los museos de Equestria, mis teorías siempre han sido tachadas de “sinsentidos” por doctores que en su vida han movido el culo de sus despachos. Rompen demasiado con la historia establecida, por más pruebas que aporte.
—Quizá sea precísamente porque yo poseo una reliquia cuyas teorías son aún más inusuales —dijo Mcdolia, sonriendo—. El querer saber más de ella me ha llevado a cruzarme con tu nombre varias veces. Eres considerada una renegada en el mundo arqueológico por tu... “pasión”, por así decirlo, al querer demostrar tus teorías.
Aitana se llevó una pezuña a la nuca.
—Eh... sí. Creo que llamar “pedazo de imbécil corto de miras” al doctor TrottingHoof en plena conferencia no fue una de mis ideas más brillantes —luego miró Mcdolia, interesada—. Espera, ¿qué reliquia? Je, lo último que esperaba toparme en los reinos lobos es una esclava poni que posea una reliquia histórica.
Mcdolia se dió cuenta de que había hablado un poco más de la cuenta, y con un poco de tristeza negó con la cabeza.
—Lo siento... pero no puedo hablarte de ella. Aún no.
—No te preocupes, tus secretos no son asunto mío —respondió Aitana con una sonrisa de compañerismo—. Todavía serás esclava hasta que llegue el pago por comprarte, pero después serás libre. Creo que coincidirá con la salida del mercante grifo “Sea Star”, el capitán es amigo mío. Te llevará hasta los reinos grifos, y de ahí te será fácil llegar hasta Equestria.
—Entonces tendremos que ser compañeras hasta entonces, ¿verdad?
—Bueno, siempre puedes volver a servir a Alib, si quieres.
Tras unos segundos de dubitativo silencio ambas yeguas compartieron una carcajada. Probablemente, la primera que había compartido Mcdolia en varias semanas.
La vida, con el tiempo, se convierte en una fluctuante sucesión de hechos aislados, aquellos que marcaron especialmente la vida de una persona.
El oscuro rayo se dirigía hacia Aitana. Las runas de su armadura brillaban moribundas, incapaces de detener el hechizo. Y su portadora, al saber que no iba a poder esquivarlo, no pudo evitar ver pasar toda su vida ante ella.
Su primera expedición.
Cuando Manresh despertó.
El día que conoció a Hope Spell.
Cuando se embarcaron al norte en busca del Weischtmann.
Cuando despertó en el hospital del Imperio de Cristal.
La nota...
Después de eso sus recuerdos eran borrosos, como una parte de su vida que no quisiera recordar. Recordaba dolor, dolor oculto bajo capas de sobreconfianza y agresividad. Sabía que había intentado suplir el vacío de su corazón... con demasiados ponis. Pero era un recuerdo vago, como un sueño, como una ilusión de algo que no debería haber sido su vida.
Pero sus recuerdos se volvían claros a partir de la aparición del laberinto. Se adentró en él sin dudar, quizá buscando salir del bucle en el que se había encerrado, o quizá buscando la muerte. Aitana nunca supo, en verdad, qué es lo que buscaba.
Sin embargo, la encontró. La encontró a ella. La poni que finalmente había logrado que la arqueóloga superara lo que ocurrió en el norte y siguiera adelante. La poni que se había atrevido a considerar, de nuevo, el amor de su vida.
Y ella le correspondió. Ya había pasado un año desde aquello. Cerró los ojos, mientras el oscuro nigromante pronunciaba sus artes arcanas malditas. Aitana murmuró en su mente tres simples palabras.
“Lo siento, pequeña”.
El rayo se le acercó, y aunque la arqueóloga intentó esquivarlo, supo que no lo iba a lograr. Se preparó para el final. No le importaba morir, si con ello podía detener a ese ser. Pero lamentaba profundamente separarse por siempre de su amada. Sabía que nunca le perdonaría haberla dejado atrás.
“Lo siento mucho, pequeña”.
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Tres años antes.
Ciudad de Taichnitlán.
Reinos lobos.
Un joven lobezno portaba una bolsa llena de pergaminos, mientras agitaba uno de los mismos en una garra gritando algo en su idioma natal. Una criatura se le aproximó. Era una cuadrúpeda, con patas que acababan en una única garra sin afilar. Tenía el pelaje marrón, algo más oscuro en su morro sin colmillos. Sobre su cabeza y cuello caía una melena de dos colores: violeta y gris. Los mismos que adornaban la cola de la criatura. Llevaba un extraño chaleco verde, lleno de bolsillos. Sobre su cabeza había un sombrero blanco, típico de explorador. Bajo este sobresalía una pieza de tela blanca que cubría la espalda del extraño ser, protegiéndolo del calor del sol.
El lobezno jamás había visto criatura semejante. Pero lo más sorprendente fue cuando habló en un perfecto idioma lobo, aunque con un acento muy marcado.
—Dame un pergamino, chico.
El joven lobo aceptó el escudo de oro a cambio de éste, y se lo entregó.
—¿Usted es un poni, señor? ¡No se ven muchos ponis en los reinos lobos!
—Soy una hembra, muchacho —respondió mientras abría el pergamino—. Y sí, soy un poni, me llamo Aitana Pones. ¿Es cierto lo que estabas gritando?
—¡Sí, señora poni! El milenario Imperio de Cristal ha vuelto a aparecer. Aunque si le soy sincero, no tengo ni idea de qué es eso.
El lobezno se despidió y siguió su camino, anunciando el titular del pergamino -el equivalente a los periódicos de equestria-: “El Imperio de Cristal reaparece tras un milenio desaparecido”. Aitana abrió el suyo y, tras leer la noticia, exclamó en equestriano:
—¡Maldita sea! ¡Un maldito milenio desaparecido, y reaparece cuando estoy en el culo del mundo! ¡p*ta suerte la mía!
Maldiciendo, lanzó el pergamino a un montón de basura y siguió su camino. La ciudad de Taichnitlán era la capital comercial de los reinos lobos. Crecía como una flor junto al mar, en pleno desierto. Sus edificios estaban construídos principalmente con ladrillos y barro, dando a todo el conjunto un monótono color marrón anaranjado. Sin embargo, palmeras y fuentes adornaban las calles y casas de los más ricos, haciendo a la ciudad merecedora de su sobrenombre: “La joya del desierto”.
Cientos de comerciantes pasaban a diario por el puerto, que estaba continuamente lleno de actividad. La población en general era de clase baja y trabajadora, acumulando las riquezas unos pocos maharajás. Sin embargo, los habitantes de esta ciudad en concreto no tenían grandes problemas: la comida no faltaba y, a pesar de estar rodeados por desierto, el agua abundaba en forma de fuentes y manantiales artificiales, que se alimentaban mediante un desvío del río que pasaba a varios kilómetros de la ciudad.
Viajar por los reinos lobos era arriesgado. En una ciudad, si uno pasaba desapercibido, podía contar con la relativa seguridad de que sólo sería atacado por ladrones que se conformarían con su oro. Sin embargo, en las zonas menos pobladas, era cuestión de tiempo que alguien intentara asesinarte. Especialmente tratándose de un poni. No hay que olvidar que los lobos son, mayoritariamente, carnívoros. Aunque podían alimentarse de comida vegetal, culturalmente, se seguía considerando una extravagancia.
Aitana se encaminó a través de las calles hacia un destino concreto. Tras atravesar el mercado se adentró en la zona más rica de la ciudad. Los lobos que pasaban, y algún ocasonal grifo, se detenían y la miraban, murmurando por lo bajo. Aitana estaba acostumbrada a ello, y en el fondo lo entendía. Con todo lo bueno que tenía Equestria, se había dado cuenta en sus viajes de que era un reino extremadamente cerrado. Los ponis no sabían prácticamente nada de las naciones vecinas, con la excepción de los grifos.
Las casas de esta zona estaban custodiadas por guardias. Mercenarios o servidores de ricos burgueses y mercaderes. Había muchos negocios tras esas puertas, muchos de los cuales probablemente eran de moral bastante cuestionable. Otros eran abiertamente ilegales. Pero no era por eso por lo que Aitana había acudido a ese lugar. Esos temas no eran asunto suyo. Llegó a una casa, o más bien, un pequeño palacete. Dos guardias lobos custodiaban la puerta. A dos patas, pose que solían adoptar en combate, los lobos casi doblaban en altura a cualquier poni. Llevaban sendas armaduras de cuero reforzado. Una espada colgaba del cinturón de cada mercenario, y en sus garras portaban una alabarda de bronce. En cuanto vieron a Aitana acercarse, adoptaron posición de guardia y cruzaron sus armas frente a la puerta de la casa.
—No se puede pasar. El amnar comerciante Alib ib Massan ib Massaure está reunido.
El guerrero, de pelo gris, hablaba en poni bastante torpemente. Aitana pudo apreciar tres marcas tatuadas bajo el pelo de su brazo. Una por cada enemigo que ese lobo había abatido. Tratando de ser cortés, la poni habló en el idioma natal del guardia.
—Alib ib Massan es un lobo ocupado, pero somos viejos amigos. Infórmale de que Aitana Pones ha venido a visitarle.
—Creo que no has entendido, poni —farfulló el otro guerrero con violencia, mostrando todos los dientes—. Aquí los de tu especie son simple ganado. Y yo empiezo a tener hambre, ¿verdad, Mohammed?
—Tienes suerte, poni, de que estamos de guardia —dijo el lobo gris, Mohammed—, si no fuera por eso te mataría aquí mismo. Pero siempre podríamos decir que intentaste allanar la casa de Alib ib Massan.
Ambos guerreros rieron por lo bajo, esperando que la poni echara a correr por sus poco sutiles amenazas. A fin de cuentas, eran una raza de nenas criadas en un mundo de arcoíris, y jamás se veían envueltos en auténticos problemas. Tan nenazas que no eran capaces de abandonar su hogar para comerciar en el gran puerto de Taichnitlán. Para los mercenarios lobos, eran una raza que no merecía mayor respeto que los cerdos que criaban para alimentarse.
Pero para sorpresa de los dos guerreros, esa poni no solo no echó a correr. Ni siquiera mostró signos de amedrentarse. Lo que es más, los miró a los ojos, desafiante, y con una sonrisa prepotente, soltó:
—Claro. Sin duda no querréis hacer enfadar a vuestro amo, ¿verdad, perros?
—Estúpida poni, somos mercenarios contratados por Alib ib Massan, no esclavos.
—Vaya, disculpame, perro, pero no sabía que a los de tu especie ahora se les pagaba con oro. No te preocupes, seguro que al final del día te dan una galleta.
No hubo ningún grito o aviso. Simplemente, los dos mercenarios levantaron sus armas y las descargaron contra la poni. Aitana saltó a un lado, esquivando la primera alabarda. Después se echó al suelo, esquivando el ataque del otro guardia, y cargó con toda su fuerza contra el lobo gris.
En el interior de la casa, el gran burgués Alib ib Massan ib Massaure escuchó un gran estruendo en la puerta principal. Después, ruido de combate. El gordísimo lobo llamó a sus sirvientes, temiéndose que un enemigo viniese a matarlo. ¿Pero quién? ¡Había pagado a todas las mafias del lugar, y sobornado a todas las autoridades! ¡No había nadie con razones, o poder suficiente, para asesinarlo!
No tuvo tiempo a alejarse de la puerta principal cuando ésta se abrió. Un par de sirvientes llegaron, portando garrotes y algún cuchillo, dispuestos más a luchar por sus vidas que por la de su amo. Pero tras la puerta se encontraron una escena insólita:
El mercenario de color gris estaba en el suelo, sujetándose la tripa y luchando por respirar. El otro guardia estaba de rodillas, su alabarda yacía en el suelo a varios metros de él. Una espada se sostenía a pocos centímetros de su cuello, empuñada nada menos que por un poni. Éste se giró, y el comerciante en seguida reconoció el pelaje marrón de una vieja compañera de negocios.
—Alib, deberías contratar guardias más educados —sentenció Aitana hablando en lobo—. Si me hubiesen anunciado como les pedí, eso no habría pasado.
—¡Aitana Pones! —gritó Alib, aliviado—. ¡Cuánto tiempo ha pasado! Pasa, vieja amiga, y deja que mis sirvientes te sirvan higos y algo de vino. Este... y que alguien atienda a los mercenarios, ¡vamos! —añadió dando dos sonoras palmadas.
Los sirvientes obedecieron en perfecto orden. Antes de que la puerta del patio principal se cerrara, Aitana acertó a ver cómo el lobo gris la miraba con rabia. Suspiró para sus adentros: esos lobos le traerían problemas. Lo suyo era una manía: allá donde fuera, tenía que buscarse problemas.
El patio interior de la mansión era practicamente un pequeño oasis. Un lago artificial llenaba el centro del lugar, con nenúfares creciendo sobre él. Dos lobas, dos de las esposas de Alib, se bañaban con tranquilidad. Una debía tener unos cuarenta años, solo unos pocos menos que su marido. La otra, sin embargo, a duras penas debía haber superado la pubertad.
Alib guió a su invitada -por referirse de alguna forma a la manera de presentarse de Aitana- hasta una pequeña mesa a la sombra de una palmera joven. Dio dos palmadas y varios sirvientes trajeron una bandeja llena de delicias vegetales del desierto: higos, higos chumbos, cactus desespinados con miel... También trajeron una humeante tetera. Alib despidió a los diligentes sirvientes y procedió a servir dos vasos de té.
Aitana se fijó en que una de sus sirvientas, que portaba un collar identificándola como esclava, era una poni. Pelaje rojizo, pelo negro, y una cutie mark en forma de reloj. Pero decidió no comentar nada al respecto, todavía.
—Dime, amiga mía —dijo el lobo hablando torpe, aunque educadamente, en poni—, ¿qué te ha traido a mi hermosa ciudad? Y espero que la razón no sea humillar a mis mercenarios.
Aitana recogió el vaso de té y le dio un pequeño sorbo. Amargo, fuerte y aromático. “Amargo como el nacimiento”, solían decir los lobos nacidos en el desierto.
—Manresht.
El lobo se quedó a medio sorbo de té y miró directamente a la arqueóloga.
—¿Es una broma?
—Alib, sabes que cuando se trata de perseguir seres y maldiciones de la antigüedad, nunca bromeo.
El lobo comió algo mientras miraba a su invitada, esperando que en cualquier momento ésta le confirmara que no era más que una broma para relajar el ambiente. Pero no fue el caso.
—Me estás diciendo —siguió hablando en lobo— que has atravesado medio mundo para perseguir el mito de un mago diabolista que aguarda su momento para resurgir. En serio, ¿es una broma, Aitana?
—No. Mis estudios indican que la leyenda podría ser cierta. Y varios de mis artilugios indican que algo está ocurriendo en el desierto, un ser de gran poder. He venido a investigar.
Ambos apuraron sus vasos de té, y Alib sirvió dos nuevos. La piedra de azúcar había suavizado la bebida, eliminando el amargor. “Suave como la vida”.
—¿Y qué necesitas de este humilde comerciante?
—Acceso a los centros de saber de la ciudad, y un lugar donde poder descansar con seguridad. A cambio te ofrezco el treinta por ciento del beneficio en oro que saquemos de la expedición.
—¿Y qué ocurre si no hay bastantes beneficios, o estás equivocada, vieja amiga? Aunque hasta ahora nunca lo has hecho, no sería un comerciante de mi categoría si no fuera precavido.
Aitana se llevó un trozo de cactus con miel a la boca, mientras hacía cuentas mentales. Estaba delicioso. Le resultaba irónico que, en una cultura mayoritariamente carnívora, fuesen capaces de elaborar manjares vegetarianos como ese.
—Sabes que no soy precísamente pobre. Si sale mal, te pagaré todos los gastos que te suponga más un veinte por ciento del total por las molestias.
Alib pareció meditar la propuesta.
—Tener a una poni alojada en mi casa es siempre un riesgo, amiga mía. Más aún considerando que ya has saqueado varias tumbas milenarias. Eso siempre crea poderosos enemigos.
—Y los beneficios que te supuso a ti, no lo olvides. Dime tu precio.
—Cuarenta por ciento si sale bien, treinta si sale mal.
—Trenta y cinco y veinticinco. Mi última oferta.
Tras unos segundos de silenciosa meditación, el gordísimo lobo sonrió y alzó el té, sellando el pacto con la costumbre poni de un brindis. Aitana hizo lo propio. Estuvieron un rato charlando de otros temas, principalmente los mejores pactos comerciales que había sellado Alib el último año.
—Alib —interrumpió tras un rato Aitana—, he visto que tienes una esclava poni. No son comunes en los reinos lobos, debe haberte costado una fortuna.
—¡Una auténtica rareza! —exclamó el lobo con júbilo—. La vendía un tratante de esclavos de confianza hace unas semanas. Fue verla, la fuerza que irradiaba su mirada, y decidí comprarla.
—¿Por la fuerza de su mirada, o por el lujo de tener un esclavo poni?
—Y además, sabe combatir —Alib ignoró el deje de molestia de la voz de Aitana—. Siempre es sabio tener esclavos bien atendidos y felices que puedan combatir. La seguridad es importante para un lobo de mi categoría.
—Como lo es la libertad.
Hubo un tenso silencio. Ya habían debatido en el pasado sobre la esclavitud y no era una buena idea iniciar una nueva discusión. Para Alib la respuesta no había cambiado: Aitana estaba en un reino en el que la esclavitud estaba permitida, y tenía que aceptarlo. Aitana acabó su té y lo acercó al centro para que le sirviera el tercer vaso, como era costumbre.
—Quiero comprarla. Dí tu precio.
El lobo estalló en una amarga carcajada, casi escupiendo el té.
—¡No te la puedes permitir, poni! A no ser, claro, que te hayas vuelto millonaria en el último año, lo cual dudo.
—Y no te equivocas. Pero sí que tengo objetos más valiosos que una esclava. ¿Qué me dices del Cetro Dorado del alicornio? En Equestria no puedo venderlo más que por unas miles de monedas al museo. Pero en los Reinos Lobos vale cientos de miles de escudos de oro.
El lobo alzó una ceja, incrédulo.
—¿Y se puede saber dónde llevas metido un cetro ancestral de oro puro de casi dos metros de largo? Porque si es donde pienso, me temo que su valor va a bajar drásticamente.
—Mira que eres cerdo —exclamó Aitana a media sonrisa—. En serio, no quiero saber qué perversiones imaginas conmigo cuando yaces con tu esposa más joven.
—La más joven tiene energías pero le falta experiencia. Me reservo para Emilda, la que tiene casi mi edad, las cosas más difíciles.
—¿Como encontrarte la... herramienta bajo tu inmensa barriga?
—Bueno, ¡ya vale! —exclamó Alib—. Ahora en serio, ¿dónde está el cetro?
—En mi casa, por supuesto, a buen recaudo. Pero puedo hacer que te lo envíen. Tardará unas dos semanas en llegar con un teletransporte.
Alib sonrió abiertamente.
—Me parece un pago muy generoso, tanto que eliminaré la cláusula “si sale mal” de nuestro trato anterior y te consideraré mi invitada este tiempo. Eso sí, no te entregaré a la esclava hasta que no tenga el cetro en mis garras.
—Es justo, pero hasta entonces, me servirá a mí. Si no recibes el cetro siempre podrás recuperarla.
Con la satisfacción de un trato bien cerrado, volvieron a chocar los vasos. Al hacerlo, un pequeño objeto cayó del chaleco de la arqueóloga, quedando colgado por una cadena a su cuello. Era una sencilla brújula de metal, que parecía haber sido destrozada y medio fundida. Alib la miró con interés.
—¿Aún no te has librado de esa vieja ruina? A veces pienso que tiene más valor del que dices, amiga mía.
—Solo tiene... valor sentimental —respondió la yegua mientras guardaba el objeto.
Aitana bebió de un largo sorbo el tercer vaso de té, su favorito. La piedra de azúcar de la tetera se había disuelto casi por completo, dando a la bebida un agradable sabor endulzado.
"Dulce como la muerte."
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Un rato después, Alib y Aitana entraron de nuevo en la casa. Desde el salón principal, el lobo gritó en equestriano:
—¡Poni! Ven aquí.
Tardó pocos segundos en aparecer la yegua roja. Ahora que tuvo oportunidad de verla con más detenimiento, Aitana captó ciertos detalles. Su melena negra estaba ligeramente despeinada. Debía tener unos veintinueve o treinta años. Sus ojos, de un intenso color verde, miraron a su amo y a la arqueóloga con el agotamiento de alguien que se haya en una situación que desprecia.
—¿Qué desea?
Alib frunció el ceño.
—¿Debo recordarte cómo dirigirte a mi, esclava?
Alib llevó su garra a una gema que colgaba de su cuello. La yegua roja retrocedió medio paso e, instintivamente, se llevó una pezuña al collar de esclavitud que portaba.
—No, amo, no es necesario. Lo siento, amo.
—Alib —dijo Aitana—. Por más que me guste hacer tratos contigo, si se te ocurre usar el collar de castigo me aseguraré de que no puedas volver a usar tus garras durante meses.
—Amiga, aún es una esclava inexperta que tiene que aprender. Y no es buena idea amenazar a aquel que te acoge en su hogar.
—Al igual que no lo fue para tus guardias atacarme, ¿verdad, Alib?
La yegua le sostuvo la mirada al lobo, hasta que éste la desvió, asustado. Sabía que una amenaza de Aitana Pones no había que tomársela a la ligera.
—Esclava, a partir de ahora servirás a mi invitada como si fuera tu ama. Si recibo el pago acordado, dentro de dos semanas, pasarás a ser de su propiedad. ¿Entendido?
—Sí... amo. Entendido.
—Muéstrale la habitación de invitados.
Mientras Alib desaparecía tras una puerta, ambas yeguas emprendieron el camino. Una vez llegaron a la habitación, la esclava cerró la puerta tras de si, quedando a solas con Aitana.
—¿Cómo te llamas?
—Soy Mcdolia —respondió la yegua roja—. ¿A quién debo mi libertad?
—¡Ja! —exclamó la arqueóloga con una sonora carcajada—. ¿Cómo sabes que voy a liberarte, y no a convertirte en mi esclava?
—Sombrero de exploradora, pelaje cubierto del polvo del desierto, mirada decidida, y has vencido a dos mercenarios lobo sin armas. Además de que no has permitido que Alib usara el maldito collar —añadió tocando el mismo, que se cerraba sin remedio en torno a su cuello—. Quizá me equivoque, pero no tienes cara de comerciante esclavista sin escrúpulos.
La arqueóloga sonrió y le tendió una pezuña.
—Soy Aitana, Aitana Pones. ¿Cómo has acabado tan lejos de Equestria y vendida como esclava?
Mcdolia, tras chocar las pezuñas, miró a su libertadora con la boca un poco abierta. Tras unos segundos bajó la cabeza y murmuró en un susurro:
—Es Aitana, LA Aitana Pones —después levantó la vista y habló normalmente—. Bueno, digamos que vine con intención de resolver un asunto. Soy una... guardaespaldas, por así decirlo. Y tuve la mala idea de pensar que la persona a la que debía proteger era a mi “amo”.
—¿Proteger a ese viejo pervertido de Alib? ¿Proteger de qué? —entonces Aitana recapacitó sobre lo que Mcdolia había murmurado—. Espera, ¿me conoces?
Con una sonrisa, la yegua roja negó con la cabeza.
—No directamente, pero conozco tus trabajos. La arqueología me fascina. Y volviendo a la primera pregunta: tenía mis sospechas de que mi “amo” podría estar en peligro. Basta ver las compañías que frecuenta y los negocios en los que se mete. Pero para cuando me quise dar cuenta... estaba metida en un marrón del que difícilmente podía salir.
Aitana asintió, comprensiva.
—Sí, una vez llevas uno de estos collares sólo tu amo te lo puede quitar. Me sorprende que conozcas mi trabajo. Aunque he llevado muchas reliquias a los museos de Equestria, mis teorías siempre han sido tachadas de “sinsentidos” por doctores que en su vida han movido el culo de sus despachos. Rompen demasiado con la historia establecida, por más pruebas que aporte.
—Quizá sea precísamente porque yo poseo una reliquia cuyas teorías son aún más inusuales —dijo Mcdolia, sonriendo—. El querer saber más de ella me ha llevado a cruzarme con tu nombre varias veces. Eres considerada una renegada en el mundo arqueológico por tu... “pasión”, por así decirlo, al querer demostrar tus teorías.
Aitana se llevó una pezuña a la nuca.
—Eh... sí. Creo que llamar “pedazo de imbécil corto de miras” al doctor TrottingHoof en plena conferencia no fue una de mis ideas más brillantes —luego miró Mcdolia, interesada—. Espera, ¿qué reliquia? Je, lo último que esperaba toparme en los reinos lobos es una esclava poni que posea una reliquia histórica.
Mcdolia se dió cuenta de que había hablado un poco más de la cuenta, y con un poco de tristeza negó con la cabeza.
—Lo siento... pero no puedo hablarte de ella. Aún no.
—No te preocupes, tus secretos no son asunto mío —respondió Aitana con una sonrisa de compañerismo—. Todavía serás esclava hasta que llegue el pago por comprarte, pero después serás libre. Creo que coincidirá con la salida del mercante grifo “Sea Star”, el capitán es amigo mío. Te llevará hasta los reinos grifos, y de ahí te será fácil llegar hasta Equestria.
—Entonces tendremos que ser compañeras hasta entonces, ¿verdad?
—Bueno, siempre puedes volver a servir a Alib, si quieres.
Tras unos segundos de dubitativo silencio ambas yeguas compartieron una carcajada. Probablemente, la primera que había compartido Mcdolia en varias semanas.
Capítulo 2: "El viaje de Mater Luminis":
Capítulo 3: "Pacientes cero":
Capítulo 4: "La noche del fuego":
Capítulo 5: "Las ruinas junto al Narval"
Capítulo 6: "Nuevos enemigos"
Capítulo 7: "¡Al abordaje!
Capítulo 8: "La hermandad de la sombra"
Capítulo 9: "De vuelta a casa"
Capítulo 10 y final: "Una pista hacia el norte"
Si me habéis aguantado tanto tiempo, ¡gracias! En cosa de un mes empezaré a escribir el segundo libro: "Aitana Pones: La tumba del norte". ¡No os lo perdáis y recomendadme a vuestros amigos!