El repentino calor en los miembros de Santiago al empezar a recuperar el tacto fue lo que le dio ese despertar agradable. Se levantó, aún algo soñoliento, y se desperezó estirando sus miembros delanteros mientras soltaba un bostezo. De una rápida ojeada a su refugio localizó sus cosas. Sonrió al pensar que esa carreta que desde hacía tiempo que no quería ni ver ahora lo acompañaba como un instrumento fundamental para él. Recordó su accidental caída dos años antes, donde había recibido tal impacto en su cabeza que lo había mantenido en cama por días y con una fea herida en su frente. No le cabía dudas sobre de que eso había sido, justamente, lo que le había impedido recordar las atrocidades hechas por él.
Antes de coger su carreta pegó su oído al suelo para poder escuchar si había algún ser vivo cerca.
El silencio, acompañado por algún que otro trino pajaril, fue lo único que leyeron sus oídos.
Convencido de que nada ni nadie lo había seguido, Santiago se enganchó a su carreta, no sin antes taparse con su capuchón, y salió al galope hacia los prados. Mas apenas había cubierto una distancia de pocos metros cuando se detuvo, incómodo por la oleada de calor que sentía, y, de un tirón, se separó de la capucha.
Aspiró una gran bocanada de aire fresco y lo dejó salir lentamente por sus orificios nasales antes de sentarse sobre sus ancas y secarse el sudor que corría por su frente.
-Vaya calor. A ver si el sol hubiera brillado así de fuerte ayer- dijo sonriente, recordando el frío que había pasado el día anterior, bajo el aguacero que lo había dejado hecho una sopa.
Una vez hubo descansado y menguado la terrible calentura que lo asediaba, se levantó y marchó por el calmado paisaje, pero a paso lento.
Observó el hermoso horizonte, sintió la agradable calidez solar, oyó los musicales trinos de los pájaros, y sonrió. Después de todo, las afueras de los pueblos también eran espectáculos dignos de verse con admiración.
-Range. Amigo mío. ¿Sabías tú de estas hermosas cosas y no me las contabas?- dijo, más para aliviar su soledad que para reprochar a su amigo ausente.
Pensó entonces en el objetivo que lo había sacado de Ponyville. Saber el porqué de sus actos. Ir hasta más allá de las montañas. Volver a lo que posiblemente era su pueblo natal. No debía perder ese objetivo de vista. Y también ver quienes más estaban implicados. La imagen del encapuchado de su sueño lo seguía intrigando. ¿Quién era? ¿Alguien que lo había arrastrado hacia el acto criminal, o alguien que ÉL mismo había engañado? ¿Era un familiar suyo, un amigo, un conocido? Pensamiento como esos se le agolpaban en la cabeza y no lo dejaban tranquilo.
Santiago siguió caminando por el paisaje que separaba a Ponyville del resto del mundo. Santiago tenía ideado ir por diversos pueblos preguntando por el trayecto que lo llevaría a su destino, pero el comienzo fue un fiasco.
Santiago había andado por tres días son encontrar rastro de civilización antes de dar con un pueblo. No preguntó el nombre del pueblo, pues se dijo que, yendo allí solo por noticias, no tenía por qué darse a conocer. Lo primero que pensó fue de que quien sepa de un objetivo tan lejano sean los historiadores y los geógrafos del pueblo, así que pidió información y nombres de algunos de ellos. Lamentablemente, muchos no los conocían y algunos lo miraban extraño de que un desconocido con capuchón y carreta llena de cachivaches haga un pedido tan raro. Eso nomás debió indicarle a Santiago de que su técnica no funcionaba, pero él pensaba de que, con paciencia, lograría sacar algo en claro. Lamentablemente, lo único que sí sacó en claro era de que en ese pueblo no lograría nada. Después de eso, Santiago volvió a los caminos de la naturaleza y no quiso saber más de pueblos. Ya encontraría él el camino por sus propios medios, que no eran muchos, pero tampoco eran escasos.
Después de la incómoda situación del primer pueblo, Santiago había decidido salir de él rápidamente, por lo que muy pronto se encontró de nuevo a la intemperie de la naturaleza y sus secuaces. Sin embargo, Santiago hubiera preferido mil veces tener que deslomarse yendo por caminos largos y sin ninguna guía que volver a un pueblo y no sacar nada más que miradas extrañas y burlas.
Tras sacar unos frutos silvestres maduros que había encontrado colgando desde unos árboles y ponerlos cuidadosamente en la carreta, a salvo dentro de una pequeña caja cerrada que había llevado justamente para eso, Santiago siguió caminando y alejándose de ese “Pueblo de Mala Muerte” por el resto del día, siempre yendo a la dirección que, si sus ojos no lo engañaban, lo llevaba camino a las montañas.
A las pocas horas de haber perdido el pueblo de vista sintió que sus cascos eran asediados por un dolor que impedía que pudiera ponerlos en tierra una vez los levantaba, así que buscó un buen lugar oculto de miradas curiosas para poder echarse a descansar. Después de buscar a paso lento, encontró un buen espacio entre unos matorrales y arbustos. Un árbol se hallaba caído a un lado y(seguramente por un rayo) de la suerte había querido de que su copa se hallara suspendida por una roca, mostrando un refugio casi perfecto. Los matorrales eran más suficientes como para tapar a un poni y el árbol caído se mostraba como una especia de techo en casos de lluvia. Además, los arbustos podían tapar su carreta. Claro que habría podido poner su carreta en dichos arbustos y dormir en una nube ya que, siendo un poni volador no le habría sido difícil. Pero no le hubiera agradado de que ese hubiera sido su lecho en casos de que se produjera una tormenta eléctrica. De modo que Santiago simplemente ocultó su carreta y se acurrucó bajo el cobijo de los matorrales.
A diferencia de la primera vez, no llovió, pero Santiago aún podía sentir el terrible frío que le entumecía los miembros y le doblaba las patas, casi contra su voluntad, para juntarlas en su pecho y tratar de transmitirse calor a sí mismo. Una vez más, el frío de la noche azotó, sin piedad, el refugio del pobre pegaso.
Esa noche, bajo el nocturno abrazo de las ventiscas y el entumecimiento de sus miembros, le pareció, a Santiago, eterna.
Cuando volvieron a resplandecer los rayos del sol, Santiago abrió los ojos para recibir el nuevo día.
El sonido de un pequeño riachuelo cercano (cuyo sonido no había sido captado la noche anterior debido al cansancio del único poni que había llegado) le hizo acercarse a mojar la garganta y hacer desaparecer la saliva pegajosa que se le estaba cumulando en el paladar.
Tras refrescar su garganta volvió a sentir la tibieza del día, pues la sed que sentía le ofuscaba la mente de tal modo que no pensaba más que en beber.
Tras volver a engancharse a su carreta, Santiago siguió su camino. El sol le daba en la cara y lo cegaba, pero hacía demasiado calor como para ponerse su capuchón. Siguió caminando por lugares sombreados hasta que llegó a un nuevo pueblo. No tenía nada raro, o al menos eso parecía hasta que, dando rodeos para evadirlo, vio algo que lo dejó petrificado del asco y el horror.
Decenas de árboles tenían colgados de sus ramas, como si fueran frutos, cadáveres con una soga al cuello. Era el escenario de linchamientos. Si no se equivocaba Santiago, solo en algunos pueblos recurrían a cosas como esas para castigar a los bandidos.
Aún con más repulsión hacia el pueblo y sus habitantes, Santiago empezó a trotar a paso ligero para alejarse de tan inmundo lugar, pero entonces todo pasó rápidamente.
Un crujido de ramas rotas, unas fugaces figuras borrosas, unos bramidos de ira, un golpe en la cabeza, y luego la inconsciencia.