Spoiler:
Tras la muerte de los traidores, Aitana pasó dos días bajo el cuidado de los curanderos druida. Una vez fue demostrado que ni ella ni Hope Spell estuvieron relacionados con el ataque, Solnes ordenó que los mejores sanadores atendieran sus heridas, ya que antes de llevarla a los calabozos los curanderos solo la habían estabilizado. Una vez pudo ir al equivalente ciervo de un hospital equestriano, le explicaron que requeriría una intervención quirúrgica y mágica para recuperar la movilidad completa en la pata trasera herida.
Aunque siempre fueron correctos y le proporcionaron una atención excelente, los sanadores se notaban inquietos por la presencia del colgante donde Kolnarg se hallaba encerrado. Siempre hubo varios guardias presentes cerca de la yegua marrón. Para los druidas, la presencia del lich era un faro continuo de peligro. La constante presencia de zorros, halcones y búhos, vigilándola sin descanso, eran un claro signo de que Gaia no pensaba diferente.
Durante el tiempo que pasó ingresada, la Arqueóloga mandó un mensaje, alquimia mediante, a su padre, informándole de sus sospechas respecto al conocimiento que la Hermandad de la Sombra sobre los Arqueólogos. El profesor le respondió enseguida, diciendo que haría unas averiguaciones y contactaría con ella tan pronto como le fuera posible.
Hope Spell, por contra, salió del hospital mucho antes, ya que ninguna de sus heridas era de gravedad. El joven semental usó ese tiempo libre para ayudar en la ciudad; con calma pudo buscar en sus libros algún conjuro útil, y no tardó en encontrar un hechizo para detectar muertos vivientes. Acompañó a los guerreros druida en busca de los necrófagos que, ya libres del influjo de su amo, se habían escondido entre las raíces de la ciudad, o habían huido para esconderse en algún recoveco del bosque.
No fue capaz de acercarse al Bosque de la Sabiduría de nuevo; lo ocurrido con Sinveria asaltaba su mente todas las noches.
Fue tras una expedición al bosque que un joven ciervo galopó hacia él y le informó de que Aitana Pones había salido del hospital y que su nave estaría lista pronto. El unicornio se despidió de los ciervos a los que acompañaba y trotó a la casa de Asunrix, donde todavía se alojaba, para recoger sus enseres personales. Por el camino, Hope no pudo evitar sorprenderse por cómo la ciudad había vuelto a la normalidad. La única diferencia es que una buena parte del puerto había quedado inutilizada debido a la gran cantidad de naves averiadas que no habían logrado desatracar. No podía negarse que, a pesar de la intensidad del ataque, las defensas de Lutnia habían probado ser excelentes, puesto que a duras penas se contaban un par de docenas de muertos, y todos ellos ocurridos durante el asalto por sorpresa en el puerto, antes de la llegada del ejército druida.
Una vez hubo recogido sus cosas, y como no pudo ver a Asunrix, Hope se encaminó a los muelles. Sin embargo, cuando salió del árbol le invadió una extraña sensación de melancolía, como si un ruido imperceptible hubiera hecho vibrar su interior. Miró a su alrededor hasta que, con una ligera sonrisa, recordó dónde estaba. Alzó una pata y la apoyó en la pared del gran árbol que le había dado cobijo las últimas semanas.
—Adiós amigo, gracias por todo.
Hope no percibió nada más, lo que hizo que se sintiera ligeramente avergonzado. Los ponis no tenían una unión con Gaia como los ciervos, por lo que seguramente había imaginado que el árbol se estaba despidiendo. Intentando disimular fue a emprender su camino cuando algo cayó justo frente a él: una apetitosa fruta amarillenta, la misma con la que los ciervos hacían su sidra. Hope la recogió con su magia y miró a la copa del árbol, sonriendo ligeramente, antes de darle un bocado mientras echaba a andar. Estaba deliciosa.
El puerto estaba empezando a recuperar su actividad ese mismo día: Los navíos dañados habían sido movidos a los atraques más cercanos a tierra para así restablecer el tráfico marítimo hacia la ciudad. La nave equestriana que había contratado Aitana se hallaba aún en la misma posición, por lo que no tardó en identificarla. Las velas, tras los estragos del fuego, habían sido reemplazadas por unas nuevas. Era curioso cómo lo que Hope creía que era lo más fácil de arreglar de un barco era, realmente, lo más complejo. El propio capitán le había dicho que “ojalá solo hubieran partido el mástil principal, a ver de dónde saco yo la tela necesaria”.
Los marineros iban y venían del bergantín ligero, cargando solo las provisiones necesarias para zarpar a alta mar cuanto antes. Junto a la pasarela no tardó en distinguir a una yegua portando un inconfundible salacot sobre la cabeza; Aitana también vio llegar al joven mago y caminó hacia él. Su pata delantera todavía estaba vendada, pero caminaba sobre ella sin ninguna cojera. La pata trasera izquierda, sin embargo, sí que estaba totalmente escayolada todavía, lo que la obligaba a caminar torpemente sobre tres cascos.
—Ya era hora.
—Estaba ayudando a localizar a unos no muertos en el bosque. Me alegro de verte fuera del hospital, ¿qué tal la pata?
—Bien, aunque me han prohibido apoyar peso en ella durante un par de días más. Me han tenido que reconstruir con magia algunos tendones.
Aitana miró durante un momento a Hope.
—¿Acabas de decir que estabas ayudando a cazar no muertos? Je, ¿le has cogido el gusto a esto, chaval?
—Tanto como el gusto... Simplemente debía ayudar. Era lo mínimo que podía hacer.
Aitana miró hacia el principio del muelle, por donde un gran ciervo marrón avanzaba hacia ellos. Este portaba una armadura ligera hecha de un complejo trenzado de cáñamo y otras materias vegetales, además de unas alforjas sobre su grupa. Asunrix caminaba con un porte imponente, quizá vestigio del juramento de venganza que había firmado con Gaia, arrastrando todavía cierto honor militar en sus pasos. Hope lo observó con la boca abierta, a duras penas pudiendo reconocer al sabio guerrero que le había acogido cuando llegó a Lutnia. Cuando el guerrero druida llegó frente a los ponis, se agachó en una pronunciada y respetuosa reverencia.
—Maestro de la magia, Maestra arqueóloga, me alegro de encontraros antes de vuestra marcha.
—No pensé en ir a verte antes de partir, Asunrix —respondió Aitana—. Debo irme en seguida.
—Mis palabras no pretendían ser un reproche, Maestra arqueóloga. Yo mismo he estado ocupado dejando mi puesto a un druida acorde. Supongo que partiréis a Tortuga, tras la pista del mago negro.
—No. Debo regresar a Equestria, Tortuga no es asunto mío en este momento.
Asunrix pareció francamente contrariado.
—Pensé que eras una cazadora de demonios, que partirías tras los responsables de este ataque.
—Mira, Asunrix —respondió Aitana, con el deje de irritación propio de alguien que está dando explicaciones solo por ser cortés—, el objetivo de la Hermandad no está ni en Cérvidas ni en Tortuga, está en otro lugar. Visitar una isla donde estuvieron hace semanas no ayudará.
El gran ciervo asintió.
—Entiendo tu planteamiento, Maestra arqueóloga, pero no lo comparto: Los jaguares pueden seguir el rastro de una sola presa durante días antes de darle caza.
—¿Vas a ir tras ellos?
Hope Spell, tras hacer esa pregunta, siguió con la mirada la pezuña con la que Asunrix estaba señalando a un navío de los Reinos Lobo.
—Partiré esta misma tarde. Seguiré la pista de Sharp Mind desde ahí; quizá deberíamos mantenernos en contacto, Maestra Arqueóloga.
Aitana asintió en silencio y hundió el casco en un bolsillo del chaleco, del que sacó un pequeño frasco de cristal el cual le entregó al druida. En su interior había un líquido verde, tan brillante que parecía incandescente.
—Es un transportador alquímico. Escribe un mensaje, pero jamás pongas mi nombre, solo las siglas A.P. Después abre el frasco y quémalo en la llama que saldrá del mismo. Llegará hasta un contacto intermedio que me lo hará llegar si es necesario. Solo tendrás dos usos, pero puedo organizar que te envíen más a Tortuga.
—Gracias, Doctora Pones —dijo el ciervo mientras guardaba el frasco en una de sus alforjas—. Te informaré de mis progresos cuando los tenga.
Después, el antiguo Maestro de la guerra, ahora solo un guerrero, se giró hacia Hope Spell y le hizo una gran reverencia.
—Maestro de la magia Hope Spell, he estado rememorando lo ocurrido cuando fui dominado. Recuerdo cómo intentaste detenerme, que te teleportaste para proteger a Sinveria, y que casi perdiste la vida por ello. Agradezco a Gaia que esquivaras mi ataque y que pueda hablar contigo en este momento.
—Siento no haber llegado a tiempo, Asunrix —se lamentó Hope—. Debí... debí haberlo supuesto, cuando me desperté en tu casa después de que Sharp Mind me sacara la información. Si os lo hubiera contado, quizá ahora...
Hope bajó la cabeza, todavía torturado por la culpa. El mago negro le había arrancado la información del pergamino, y había sido tan estúpido como para no avisar a nadie cuando notó que algo extraño había pasado en la taberna. Si lo hubiera hecho, si no hubiese supuesto que solo se había emborrachado...
—Maestro de la magia, cuando desperté me dijiste “no te culpes por Sinveria, estabas poseído, no eras dueño de tus actos”. Ahora te devuelvo las mismas palabras: no te culpes, pues no sabías qué fuerzas había en juego, y no estabas preparado para enfrentarte a ellas. Y, sin embargo, lo hiciste: habrías combatido contra mi a solas de ser necesario, aunque no tuvieras ninguna posibilidad. Te uniste a una batalla y luchaste por liberarme, aún cuando jamás no tenías experiencia en combate. Os debo a los dos mi vida, ponis, y a ti, Hope Spell, te debo el haber intentado proteger a Sinveria. Te doy las gracias por ello, y si tengo la oportunidad de devolveros el favor en el futuro, lo haré. Que Gaia os proteja y guíe vuestros pasos, hermanos poni.
Ambos equinos se despidieron del ciervo y este partió hacia su propia nave pero, se detuvo un momento y dijo:
—Por cierto, Maestro de la magia, el árbol que te proporcionó cobijo desea que plantes la semilla de la fruta que te estás comiendo en Equestria. Junto a un río, cerca de un bosque, pero no dentro de este.
Hope miró ojiplático al ciervo, y luego usó su magia para sacar levitando la semilla y guardarla en sus alforjas. Asunrix empezó a alejarse pero, al final del muelle, aparecieron varios ciervos totalmente armados. Esto hizo que el antiguo Maestro de la guerra retornara junto a los ponis para saber qué ocurría. Al poco distinguieron al ciervo rojizo que encabezaba a los guerreros druida.
—Saludos, Maestro de la guerra Solnes —saludó Asunrix ceremoniosamente, en equestriano.
—Saludos, guerrero Asunrix y Maestro de la magia Hope Spell. Maestra arqueóloga, y doctora, Aitana Pones, debo hablar contigo antes de tu partida.
La aludida volvió sobre sus pasos hasta situarse justo frente a Solnes. Este la miró a los ojos durante un instante antes de hablar, con un tono que denotaba un discurso ensayado.
—Doctora Pones, quiero expresarte mi más sincero agradecimiento. No solo arriesgaste la vida, junto al Maestro de la Magia Hope Spell, para intentar detener a los responsables del ataque: también escogiste la senda más compleja, luchando por dejar fuera de combate al, entonces, Maestro de la Guerra Asunrix. Sé que es mucho más fácil causar la muerte en un combate que inutilizar a un enemigo.
La cornamenta de Solnes brilló, haciendo que una parte densamente tallada de su armadura de madera se combara hacia afuera. Poco a poco, uno de los símbolos fue recortándose sobre el resto, hasta empezar a sobresalir, emulando a un objeto siendo extraído de un bote de brea. Ante los sorprendidos ojos de la arqueóloga, el objeto se cerró sobre sí mismo hasta formar un ornamentado broche de madera adornado por pictogramas ciervo. El propio Asunrix reaccionó ante el objeto, bajando la cabeza en dirección a Aitana como signo de respeto.
—Este es un amuleto con el que te reconozco como aliada de Gaia, un gran honor entre los nuestros.
La poni marrón tomó el objeto, estudiándolo con una grata sorpresa. Además de su significado simbólico, era realmente hermoso: los grabados se fundían entre si en una intrincada maraña. Necesitaría un rato para entender el significado de los mismos, pero identificó pictogramas sobre el respeto, la naturaleza y la vida.
—Vaya... no lo esperaba. Muchas gracias, Maestro...
—Hay algo más, antes de que me lo agradezcas, Aitana Pones.
Solnes levantó la pezuña hasta el pecho de su armadura y, de un compartimento bajo la misma, sacó un pergamino sellado con el símbolo de los maestros druida. Solnes lo desplegó y leyó en voz alta:
—La Maestra Arqueóloga, poni, conocida como Aitana Pones, porta un peligroso objeto: un medallón en forma de brújula en el cual habita un peligroso espíritu del pasado. Este objeto representa una amenaza para Cérvidas, y su portador...
—¡¿Qué mierdas estás diciendo?!
—...y su portador también. Por ello, mientras porte dicho espíritu consigo, se considerará a Aitana Pones un enemigo de Cérvidas.
—¡Solnes! —exclamó Asunrix— ¿Qué significa esto? ¡Aitana ha luchado por esta ciudad, y me salvó la vida! Ella no tuvo nada que ver con el ataque, ¿acaso lo has olvidado?
El ciervo pelirrojo miró a su amigo y, tras un instante de silencio, terminó de leer el pergamino:
—Y, como tal, deberá ser ejecutada en el acto.
Asunrix fue el primero en reaccionar, usando su magia para obtener una lanza directamente de la madera que formaba el muelle. Aitana empezó a retroceder y, a su espalda, el capitán del navío equestriano dio una orden, haciendo que varios marineros alzaran ballestas y mosquetes por igual hacia los guardias ciervo.
—¡Basta! —gritó Solnes, alzando una pezuña—. Esta orden no ha sido enviada todavía, no hemos venido a ejecutarla, Aitana Pones. He venido a advertirte, por favor, bajad las armas.
Asunrix fue el primero en hacerlo, seguido por los marineros del bergantín. Aitana, una vez convencida de que no iban a atacarla, avanzó de nuevo hacia Solnes.
—¡¿Qué clase de broma es esta?! ¡Estuve luchando contra los no muertos, intenté detener a los culpables y solo dejé inconsciente a Asunrix cuando tuve la oportunidad de matarlo! ¡Tú mismo lo has dicho, ¿y ahora vienes a decirme que no vuelva?!
—Aitana Pones, si no reconociera tu ayuda no estaríamos teniendo esta conversación. Debes entender que mi deber es proteger Lutnia, como primer Maestro de la Guerra de esta ciudad.
—¿A costa de la poni que me salvó la vida, amigo mío? —preguntó Asunrix agriamente—. No puedo compartir tu decisión.
—¡Es una orden injusta! —objetó Hope—. Aitana ha...
—¡Esto no es una cuestión de justicia o injusticia! —interrumpió el ciervo pelirrojo—. Tú misma, Aitana Pones, fuiste incapaz de controlar al espíritu que portas en el círculo ritual, y tú misma dijiste que si se hubiera continuado... ¡habría ocurrido una masacre! ¡En la capital de Cérvidas!
—Maestro de la guerra, si lo que buscas es hacer lo correcto...
—¡Si hubiese hecho lo que debo en lugar de lo correcto te habría hecho ejecutar en los calabozos! En lugar de ello te he dado tiempo a recuperarte y a que tu nave sea reconstruida para que puedas marcharte. No te atrevas a juzgar mis actos, no estás en posición de hacerlo.
Asunrix avanzó hacia su viejo amigo, dejando caer la lanza que portaba, la cual fue absorbida por la raíz que formaba el muelle.
—Dime, Maestro de la Guerra, ¿quién ha redactado esta orden?
—Yo lo hice. Es mi decisión, no voy a arriesgar miles de vidas por la Maestra Arqueóloga, a pesar de que te salvara, Asunrix. Una vida o dos no valen más que la seguridad de toda Cérvidas.
—Siempre que no sea la tuya, ¿verdad? —escupió Aitana. Solnes no se inmutó.
—Si con mi vida pudiera proteger a mi nación o a Gaia, no dudes que la entregaría. No hay nada más que hablar, doctora Pones: cuando ese espíritu ya no esté contigo, serás recibida como una amiga en Lutnia. Hasta entonces, se te considerará una enemiga para toda Cérvidas.
La yegua marrón sostuvo la mirada con Solnes durante unos segundos antes de volverse y cojear a través de la pasarela. Sin embargo se giró de un rápido movimiento y, con desprecio, lanzó algo al suelo: el brazal de madera que le había entregado el ciervo rojizo en reconocimiento por su ayuda. El objeto rebotó varias veces hasta detenerse justo frente a Solnes.
—Sabes que intenté destruirlo. Podrías ayudarme a hacerlo, pero has preferido escurrir el bulto y dejar que otro se encargue, prohibiéndome acudir a los druidas en el futuro. ¡Eres un p*to cobarde, Solnes, y no eres digno de hacerte llamar “Maestro de la guerra”!. Si algún día fracaso y el lich es liberado, recuerda que tú podrías haber evitado una masacre. Vete al infierno, ciervo.
Aitana subió hasta la cubierta del bergantín, murmurando al capitán “vámonos”. Hope miró a Solnes durante un instante sin decir nada, después se despidió de Asunrix y embarcó en la nave. Pocos minutos después, las amarras fueron retiradas y la embarcación equestriana desplegó las velas, apuntando al horizonte. Asunrix y Solnes la observaron perderse en la lejanía.
—He hecho lo que debía, amigo mío.
—No, Maestro de la Guerra —respondió el gran ciervo marrón, entonando el título para denotar que no le había llamado por su nombre—, has hecho lo más conveniente.
Sin decir nada más, Asunrix abandonó el muelle, dejando a Solnes a solas con sus pensamientos.
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Aquel mismo día, al anochecer, a duras penas podían disinguirse las costas de Cérvidas en el horizonte. La tripulación ejercía sus tareas con calma y organización, preparándose para la navegación nocturna de la misma forma que habían hecho a la ida. Según el navegador, el viento era favorable y, si no cambiaba, deberían llegar a Manehattan en unos seis días.
Aitana había pasado el día en la proa, mirando hacia el infinito sin hablar con nadie. El capitán, ya escarmentado del anterior viaje, tampoco intentó entablar conversación; fue Hope el que, finalmente, decidió acercarse a la Arqueóloga. Esta notó su presencia y, sin girarse, le preguntó:
—¿Qué quieres, Hope?
—Saber si estás bien, llevas todo el día ahí, ni siquiera has venido a comer.
—Luego comeré. ¿Me vas a decir lo que quieres?
—Ya te lo he dicho, saber si estás bien, pareces bastante afectada por lo de la orden contra ti.
—¿Y un chaval que acaba de conocer mundo me va a ayudar? ¡Ja! —exclamó sarcásticamente—. No me jodas.
Hope, ofendido por los modales de Aitana, habló alzando la voz.
—¿Siempre tienes que ser tan estúpida?
—¿Y tú? —respondió ella, girándose para mirarlo—. ¿Tanto te cuesta entender que no es tu p*to problema? Lo de Cérvidas es lo de menos, tengo asuntos mucho más importantes en mente, y contigo no quiero compartirlos, ¿estamos? Déjame en paz.
—Mira, si no quieres contármelo dilo desde el principio, pero a mi no me faltes al respeto. Me he jugado la vida por ayudarte.
—Nadie te pidió ayuda.
—Si no fuera por mi Asunrix te habría matado. Al menos respeta eso.
Aitana miró durante unos segundos al semental verde antes de volver a perder su mirada en el horizonte.
—Tengo que reconocer que la idea del pararrayos fue cojonuda. ¿Estás contento ya? ¿O además quieres una palmadita en la espalda?
Hope miró a la yegua durante unos segundos y, antes de decir algo de lo que se arrepintiera, le dio la espalda y se marchó. Esta permaneció en la misma posición, observando la luna alzarse en el firmamento. El mar estaba en perfecta calma, y el astro de la noche se reflejaba en el mismo, formando un millar de luces sobre las olas. Y, mientras tanto, la mente de Aitana giraba en torno a las visiones que le había mostrado Kolnarg.
¿Eran ciertas?
¿Cuánta verdad había en lo que le habían contado sobre la muerte de su madre?
¿Cuánta tras los diabolistas y magos negros que la habían perseguido durante su infancia?
O quizá... ¿le había mentido? ¿Su propio padre?
Pero la visión sobre la muerte de su madre no podía ser cierta. No era posible, tenía que hablar con él en cuanto llegara. Tenían que arreglarlo antes de que las dudas afectaran a su confianza.
Súbitamente sintió una ligera vibración en uno de sus bolsillos; lo abrió y de él salió una llamarada verde que formó un pergamino frente a ella. Lo cogió y leyó rápidamente un mensaje del profesor Pones.
“A.P:
Creo que tus sospechas pueden ser ciertas. He mandado un mensaje a los otros, nos reunimos donde siempre en diez días.
P.P.”
—Maldita sea.
La Arqueóloga lo leyó un par de veces antes de romper el pergamino en varios pedazos y arrojarlo por la borda. En el fondo, deseaba haberse equivocado, que los Arqueólogos no hubiesen sido descubiertos. Pero si su padre los hacía llamar...
Eran pocos, realmente eran muy pocos. Desde el desastre de Kolnarg cada vez eran menos los que luchaban en las sombras de Equestria; el disimulo y la doble identidad siempre habían sido sus principales defensas, la única forma de poder escapar de la lucha y descansar hasta la siguiente. ¿Qué podía haber ido mal? ¿Cómo podían haber conseguido información sobre los Arqueólogos?
En ese momento, Aitana sintió el impulso de mandar un mensaje a “Dobledé”, pero le quedaban muy pocos preparados alquímicos para ello, y prefirió reservarlos por si se presentaba una emergencia. Probablemente su gran amiga estaba bien, si no habrían recibido el pergamino rojo que todos los Arqueólogos portaban por si fracasaban en una misión.
La corriente de pensamientos de Aitana fue interrumpida por un rugido proveniente de su estómago; decidió que, a fin de cuentas, Hope tenía algo de razón, por lo que se dirigió a la cocina para conseguir algo de comer.
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Tras varios días de viaje, en medio de la noche, Hope despertó con un sobresalto en su hamaca. Miro a la oscuridad que le rodeaba, respirando agitadamente, hasta que logró calmarse y asimilar que solo había sido otra pesadilla. La misma que le atormentaba desde la noche del ataque, rememorando el momento en que encontró a Sinveria.
Estudió los alrededores, intentando calmar los desbocados latidos de su corazón: casi todas las hamacas estaban ocupadas por la tripulación, el sonido de cascos en la cubierta denotaba la presencia de aquellos que les tocaba turno durante la noche, manteniendo el rumbo del barco; no había luces en el exterior, pues así evitaban ser detectados por piratas, y el continuo rodar de una botella de cristal con el movimiento del barco demostraba que algún marinero había bebido de más antes de ir a dormir. La cacofonía de ronquidos era tan intensa que Hope rió, incrédulo de que hubiera podido pegar ojo con semejante escandalera. Sabiendo que no iba a poder dormir, subió a cubierta para intentar despejarse. Al aire del mar era cálido, signo de la cercanía del verano, y el cielo estaba totalmente despejado. Hope se dirigió a unos bancos que había en el castillo de popa, donde sabía que no molestaría si se tumbaba para mirar las estrellas.
El joven mago no era ningún experto, pero en una noche como esa, despejada y lejos de toda fuente de luz, no le fue difícil distinguir algunas constelaciones: El caballo, el Rey Alicornio, Stellarum, la Madre Blanca...
—¿Qué, no puedes dormir?
Hope se sobresaltó al oír la voz de Aitana cerca suyo. La yegua estaba tumbada también en un banco cercano, mirando al cielo, y por la oscuridad no había reparado en su presencia.
—Tuve una pesadilla. ¿Y tú?
—Me relaja estar aquí.
—¿Qué tal la pata?
—Mejor.
Los dos ponis se quedaron en silencio, disfrutando de la tranquila noche. Sin embargo, el joven mago estaba inquieto, cavilando cómo empezar a explicar algo que le rondaba por la mente para que la arqueóloga le tomara en serio.
—He estado pensando algo.
La yegua no dijo nada y, tras unos segundos de duda, Hope siguió hablando.
—Aitana, ¿cuántos seguidores de las artes oscuras hay en Equestria?
Durante unos segundos no hubo respuesta, mientras la Arqueóloga trasteaba con algo en la oscuridad. Cuando escuchó el ruido de la yesca y el pedernal, y varios chispazos iluminaron la zona, Hope entendió que estaba encendiendo un cigarrillo.
—No sabía que fumaras.
—Y no lo hago, pero esta noche pedía un cigarro a gritos.
La yegua marrón dio una profunda calada, hecho que hizo que su rostro quedara iluminado por el incandescente resplandor anaranjado del tabaco, y después respondió a la pregunta.
—Suficientes como para que tengamos que combatirlos.
—¿Pero cada cuánto aparecen?
—Están ahí día a día, preparando sus planes. Quizá alguien descubre un antiguo poder oculto, un noble intenta usar la magia negra para dominar a sus enemigos, o alguien decide que es una gran idea hacer un pacto con el Tártaro.
—Pero nunca hay noticias de ello, no puedo creer lo que me dices.
El resplandor del pitillo aumentó con una nueva calada de Aitana. Hope la observó en silencio.
—Estudias magia antigua. Supongo que en Historia habrás aprendido sobre “La prohibición de la magia prohibida”, ¿verdad?
—Claro. Un periodo hace setecientos años en el que los magos del mundo decidieron eliminar toda referencia a la magia negra, nigromántica y demonologista. Querían evitar que esas peligrosas artes se expandieran por el mundo de nuevo.
—Los que estudiamos historia más allá de los libros oficiales le damos otro nombre a ese periodo.
—¿Cuál?
—“El exterminio”.
Aitana dio una nueva calada ante de seguir explicando.
—Tras el exilio de Nightmare Moon, los magos negros, nigromantes y diabolistas pugnaban por conseguir una parte del poder que esta les había prometido. Celestia reorganizó las guardias solares y lunares en una sola, y les encomendó la tarea de poner fin al caos.
—¿Detuvieron a los magos oscuros?
—No. Los mataron.
Hope se incorporó sobre su banco, incrédulo.
—Eso que dices no es posible, Celestia ha demostrado ser una princesa bondadosa. Lo que estás diciendo es que prácticamente ordenó un genocidio.
—Estamos hablando de hace mil años, chaval. Los tiempos eran diferentes, mucho más duros que hoy día. Hay pruebas de lo que digo, pero los historiadores las ignoran como “disparates”. Igual que cuando yo hablé de la guerra entre Unicornia y Cebrania.
—Pero entonces...
—Celestia ordenó erradicar las artes mágicas prohibidas del mundo, y lo hizo con precisión y sin compasión. La última parte de este proceso fue lo que tú has estudiado: “La prohibición”. Así se aseguró de que no quedara casi ningún practicante de las artes prohibidas y, eliminando toda referencia a las mismas salvo las leyendas, evitó que ningún mago sediento de poder las estudiara. Celestia optó por el olvido como mejor arma para proteger al mundo.
Hope Spell pareció quedarse en shock durante unos instantes, tratando de asimilar que el pasado de su nación era mucho más oscuro de lo que le habían contado. Vio una pequeña luz naranja y roja frente a él y, sin pensar, tomó el cigarrillo con su magia y dio una calada.
—Si se olvidó todo, —dijo, echando humo al hablar—, ¿cómo sabes tú tanto de las artes oscuras?
—Porque los cazadores de demonios de la época se rebelaron cuando Celestia les ordenó disolverse. Formaron sociedades ocultas que fueron transmitiendo los conocimientos generación tras generación, combatiendo las artes oscuras en secreto. Yo formo parte de un grupo descendiente de los primeros cazadores de demonios. La magia blanca que tú estudias es la única prueba pública de que una vez hubo que luchar contra la magia prohibida.
—Pero... ha funcionado, ¿no? El “olvido” ha funcionado, ¿por qué mostraste al mundo a Manresht? ¿Por qué rompiste el secreto?
La yegua marrón alargó la pezuña, pidiendo el cigarro de vuelta y, tras darle dos caladas, respondió:
—Era una idea que me rondaba desde hace tiempo: el mundo tiene que recordar las verdades que se le han ocultado. Además —añadió con una risa—, estaba cabreada.
—¿Por qué dices eso? ¿Por qué teníamos que recordar?
—Preguntas demasiado, chaval.
Ante la seca respuesta, Hope se quedó en silencio durante unos largo minutos, mientras Aitana seguía dando ocasionales caladas al cigarro. Mirando al cielo, el semental verde pensó en lo que les había ocurrido a Asunrix y Sinveria... Amigos de toda la vida, ella le había confiado a él su seguridad en su momento de mayor vulnerabilidad, mientras estaba en trance. Ese era el terrible poder de la magia negra, un poder contra el que ni siquiera la lealtad más fuerte se puede resistir. Las ideas le llevaron a pensar en su propia familia: sus dos hermanas pequeñas, su padre, su madre...
¿Qué pasaría si se producía un ataque como el de Lutnia en cualquier ciudad de Equestria? ¿Y si ocurría en Manehattan, y sus familiares no podían huir? Hope no quería esperar a que ocurriera para averiguarlo.
—Aitana, quiero unirme.
—¿Eh?
—Quiero luchar contra las artes prohibidas.
—Chaval, no sabes de lo que estás hablando.
—¿Que no sé? ¡No me vengas con esas! —exclamó el joven, levantándose del banco—. ¿Qué quieres que haga, que vuelva a mi vida normal, que olvide lo ocurrido? Llevo la mitad de mi vida estudiando la magia blanca, y solo aplicándola para la curación y ni siquiera soy un buen sanador. Pero ahora he aprendido que la parte de la magia dedicada a combatir los malos espíritus, los no muertos y la magia negra no es solo una curiosidad, sino un arte que puedo usar para ayudar a otros. No puedo quedarme quieto, Aitana, no después de lo que he vivido.
Aitana observó, en la penumbra, a Hope mientras hablaba. Lo hacía con convicción, y le pareció sincero.
—Je, no tienes ni p*ta idea —respondió ella con cierto sarcasmo—. Dime, chaval, ¿qué estarías dispuesto a hacer?
—¿Para evitar algo como lo de Lutnia? Lo que sea.
—¿Incluso matar?
Hope tardó unos segundos en responder.
—No... no lo sé. Supongo que si mi vida dependiera de ello, pero...
—No lo sabes, normal —concluyó ella—. ¿Y si te dijera de dejar a alguien atrás, de no detenerte a ayudar a un inocente en apuros, y que te centres en el objetivo de la misión? ¿Si tuvieras que dejarlo morir, qué harías?
—Si estuviera en mis pezuñas salvar a alguien, lo salvaría.
—¿Tienes familia, Hope?
La pregunta pareció pillar de improviso al semental, el cual dudó antes dar una respuesta.
—Eh... Sí, dos hermanas y mis padres.
—Imagina que una de tus hermanas está enferma y a punto de morir, y que un diabolista o un nigromante te ofrecen un pacto para salvarla.
—¿Qué? Pero...
—O incluso que ya haya muerto y te ofrezcan resucitarla. ¿Aceptarías?
El joven mago, tras un instante, clavó la mirada en el entarimado de la cubierta, imaginando la situación. Amaba a sus hermanas más que nada en el mundo, e imaginar perder a cualquiera de ellas era una idea demasiado terrible incluso para ser puesta en palabras. Si alguien le ofreciera salvarla...
—Si... si estuviera enferma, no lo sé, Aitana, no lo sé. Pero si ya hubiera muerto... jamás recurriría a la nigromancia ni a los demonios para traerla de vuelta.
—¿Por qué no?
—¡Porque es una monstruosidad! —exclamó el semental—. No permitiré que mi familia se vea envuelta en la nigromancia o los demonios, no pienso permitir que sus almas...
Hope Spell no acabó la frase, lo cual Aitana vio como algo positivo. Ese joven unicornio sabía el precio a pagar por aliarse con las fuerzas del Tártaro, fuera cual fuera el objetivo. Los demonios podían traer a alguien de entre los muertos, pero a cambio atraparían su alma para toda la eternidad; los nigromantes podían volver un cadáver a la vida, pero como una mera marioneta del ser que una vez fue. En ambos casos, era mejor dejar a los muertos tranquilos.
Y ese aprendiz de mago blanco había comprendido esa lección básica de todo aquel que luchaba contra las artes prohibidas, hasta el punto de que imaginar a sus hermanas, siendo maldecidas por las artes prohibidas, lo había trastornado.
La familia... sería un problema.
—Ve a descansar, Hope. Lo pensaré.
—Aitana, tengo muchísimo que aprender, pero si me das una...
—¿Oportunidad? j*der, no seas pesado —le interrumpió ella, ruda pero sin malicia—. Sé que aprenderías, yo misma no había tocado un arma en mi vida cuando empecé en esto. Pero no es tan sencillo, déjame pensarlo.
Hope, al cabo de poco, se levantó en silencio y se fue, murmurando “buenas noches”. Aitana lo observó desaparecer por la trampilla que daba a la zona de la tripulación, después volvió a tumbarse y, mirando a las estrellas, dio una profunda calada, iluminando su rostro con la brasa del moribundo cigarro. Una sonrisa cruzó la cara de la yegua.
—Estúpido, bonachón e idealista. A Macdolia le habría caído bien.
Aitana lanzó la colilla la cual, como una minúscula estrella fugaz, surcó la noche hasta caer por la borda y perderse en la inmensa negrura del océano. Quizá Hope Spell tuviera la madera para convertirse en un buen Arqueólogo, pero siempre era una apuesta arriesgada. Además, primero tendría que conocer todo lo que implicaba luchar contra las artes prohibidas y decidir qué hacer.
Muy pocos decidían asumir los sacrificios y responsabilidades que implicaba llevar una vida como la de Aitana.
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Tal como dijo el piloto, la nave tardó solo seis días en llegar a Manehattan. La imponente ciudad Equestriana, “la capital del mar” como era llamada informalmente, presentaba una visión espectacular con sus grandes construcciones y el continuo tráfico marítimo que la caracterizaba. Desde la distancia no parecía que nada hubiera alterado su normal actividad, como si sus habitantes fueran ajenos a los eventos ocurridos en Cérvidas hacía algo más de una semana.
Sin embargo, Hope observó algo extraño: varios ponis empezaron a seguir al barco desde el muelle y, cuando echaron amarras, una gran multitud se congregó frente al mismo. Los propios marineros del bergantín estaban sorprendidos, pero hubo alguien que supo enseguida qué estaba ocurriendo. Y lo explicó con dos simples palabras:
—Oh, mierda.
La pasarela fue tendida y Aitana fue la primera en descender. Al instante, todos esos ponis, armados con libretas y grabadoras, la rodearon, inclusive los pegasos fotógrafos que se afanaban en tomar una instantánea de la llegada de la doctora Pones a Manehattan.
—¡Doctora Pones! Una entrevista para el Daily Mare: ¿estuvo usted en Lutnia cuando se produjo el ataque?
—¡Doctora, Fast Pen, del Manehattan Express! ¿Sabe algo del ataque no-muerto? ¿Es cierto que combatió usted contra un Maestro de la Guerra?
—¡Señorita Pones! Hay rumores que la relacionan a usted con el ataque, ¿tiene algo que añadir?
Aitana respiró hondo antes de alzar la voz para responder.
—Os voy a dar cuatro respuestas: Sí, sí, no y...
La cuarta llegó como una acción: aún con la pata trasera enyesada, la yegua marrón dio un paso atrás y empujó a una reportera hacia el borde del muelle. Esta no esperaba el empujón y, a pesar de sus esfuerzos, perdió el equilibrio y cayó al agua.
—¡Y si alguien quiere acompañarla que me haga otra pregunta! ¡Hope, vamos!
Los periodistas se separaron de la arqueóloga, la cual, acompañada por el joven unicornio, echó a andar hacia la universidad. A pesar de que algún periodista le lanzó una pregunta o la recriminó por su actitud, ninguno se atrevió a acercarse de nuevo.
A su espalda, un pegaso ayudó a la desafortunada periodista a salir del agua.
—“Estudia periodismo”, dijeron, “será divertido”, dijeron. Yo me vuelvo a mis novelas.
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Ya en la universidad, Aitana se dirigió directamente al edificio de Historia y Arqueología para encontrarse con su padre.
—Hope, ve con tu familia. Hablaré contigo más tarde.
—¿Has pensado sobre lo que te dije?
—j*der, ¿no me has oído que hablaré contigo depués?
Sin despedirse, Aitana se marchó dejando solo al joven semental. Este la miró unos segundos y negó con la cabeza antes de tomar el camino hacia su casa. A fin de cuentas, si las noticias del ataque habían llegado ahí, sus padres debían estar de los nervios.
Aitana, mientras tanto, subió directamente al despacho de su padre. Algunos alumnos la reconocieron y la saludaron, pero la mayoría notaron que la yegua marrón no estaba del mismo buen humor y ganas de fiesta con las que solía volver a la universidad tras sus expediciones. Llamó a la puerta del despacho y entró. Su padre, el profesor Pones, estaba rodeado de un montón de cachivaches y mapas, como de costumbre; nada más verla, salió de detrás del escritorio y el chirrido de su silla de ruedas le acompañó el unicornio gris cuando corrió a abrazar a Aitana.
—Hija, me alegro de verte de una pieza —el profesor reparó en la escayola de la pata trasera derecha de su hija—. Bueno, más o menos.
—Yo también me alegro de verte. Y oye, ¿qué hace un ciego burlándose del tuerto?
—Eso ha sido un golpe bajo —rió él—. Espero que tengas una buena historia por contar.
—Demasiado, papá. Saca un par de copas de algo fuerte, nos van a hacer falta. Las cosas van mucho peor de lo que imaginábamos.
—Eso me temo.
El profesor sacó una botella de un licor fuerte de frutas y dos copas, las cuales fue sirviendo a intervalos regulares a medida que Aitana relataba lo que había ocurrido: El intento fallido de destruir a Kolnarg, Sinveria descrifrando el pergamino, el ataque de los no muertos, la dominación de Asunrix y la injusta decisión de Solnes.
—Lo más preocupante de todo esto es que sabían exactamente qué estaban buscando y dónde atacar. ¡Sabían del pergamino! —exclamó Aitana—. Si lo encontraron tus alumnos, ¿cómo podían saber del mismo? ¿Y cómo sabían dónde iríamos a traducirlo? Tenían demasiada información, papá.
—Eso mismo me he preguntado yo, y me temo que tengo la respuesta.
El profesor apuró la copa de un trago y se sirvió otra.
—Nos han utilizado.
Tras comprender todo lo que suponían esas palabras, Aitana apuró su propia copa.
—Atacaron la biblioteca del Imperio de Cristal —continuó el profesor—, se llevaron información del Weischtmann, pero dejaron justamente el único pergamino que necesitaba ser traducido por druidas. Fui un estúpido, debí haberlo imaginado: necesitaban a alguien con contactos entre los maestros druidas para traducirlo.
—Pero si ese alguien eras tú... j*der, ¡j*der! Eso significa que saben de... ¡No puede ser! Cambiamos de identidad, papá, y desconectamos de todo nuestro pasado. ¡Acabamos con todo aquel culto, no pueden ser los mismos!
—Y creo que no lo son, esto no tiene que ver con nosotros dos, Aitana, sino con los Arqueólogos en si. Me temo que, de alguna forma, han descubierto nuestras identidades. Solo me pregunto cuántos estamos en peligro ahora mismo.
Aitana se levantó, inquieta, y acabó caminando hasta la misma pizarra donde había trazado su esquema para explicar su teoría sobre una organización cuando volvió de los Reinos Lobo. Este había sido completado por el profesor Pones con datos y recortes de prensa. Y ahora sabían que esa teoría tenía un nombre: La Hermandad de la Sombra.
—¿Crees que pudo ser por lo de Manresht? Quizá fue culpa mía...
—Creo... que era inevitable, hija. Incluso si nadie sabe quién soy, es fácil que Trottinghoof contara que yo estaba contigo con el sarcófago de Manresht. Sin embargo, reunir un ejército no muerto como el que describes tiene que haberles llevado meses, creo que era un plan que pusieron en marcha desde antes de que volvieras de los Reinos Lobo. Además, todo esto no encaja con los informes de otros Arqueólogos.
—¿Qué? —exclamó Aitana—. ¿También se han encontrado con la hermandad?
—No directamente, pero... hay un patrón. Están reuniendo poder, como tú pensabas, y no solo por Manresht. Por eso he hecho llamar a todos: necesitamos poner información en común y averiguar qué está pasando.
—Su p*ta madre... la Hermandad es mucho más poderosa de lo que creíamos.
—Eso me temo. Están mucho más extendidos de lo que imaginaba, actúan en varios puntos al mismo tiempo.
La arqueóloga volvió a sentarse y se quedó en silencio junto a su padre, bebiendo poco a poco el fuerte y dulce licor. Por primera vez desde el desastre de Kolnarg, los Arqueólogos volvían a reunirse para enfrentarse a un enemigo realmente poderoso. Y no era un pensamiento agradable para ninguno de estos, teniendo en cuenta que esta vez, además, su propia seguridad estaba en peligro.
—Hope Spell dice que quiere unirse, que quiere luchar.
—¿Oh? —respondió el profesor, sorprendido—. ¿Y por qué, si puede saberse?
—Dice que no puede quedarse quieto, que quiere proteger a quien pueda y usar su magia blanca para algo más que curar.
—Je, pobre iluso, no tiene ni idea de qué está hablando.
—Cierto —afirmó Aitana—, pero el muy idiota es listo. Supo usar sus pocas habilidades con frialdad, y no parece que le mueva la codicia. Pero tiene familia.
—Eso será un problema.
—Sí.
Nuevamente se quedaron en un tenso silencio; Aitana acabó su copa de nuevo, pero no la rellenó. No sabía cómo decir lo siguiente, por primera vez en muchos años se sentía realmente aterrorizada. Tenía miedo de lo que podía averiguar al hacerle la siguiente pregunta a su padre, a que todo su pasado y las bases sobre las que había construido su vida se derrumbaran de golpe. Pero sabía que la duda podía llevar a la desconfianza, y no quería que eso ocurriera. El profesor Pones era su única familia, a fin de cuentas.
—Papá, hay algo que no te he contado. Sobre el ritual para destruir a Kolnarg.
—¿Sí?
—Entró en mi mente y... me...
—¿Te dominó de nuevo?
—No —negó la yegua del chaleco—. Me mostró... algo. Por lo visto, cuando llevaste tú la brújula mientras estuve en la cárcel, entró en tu mente.
Súbitamente, Aitana sintió que el susodicho objeto aumentaba en peso y reducía su temperatura. El ligero murmulló que la arqueóloga sentía en la parte de atrás de la cabeza cuando portaba el receptáculo del lich se incrementó, como si el espíritu estuviera escuchando la conversación. El unicornio gris de crines negras pareció ligeramente alterado.
—Eso no puede ser, Aitana. Jamás sentí que nada entrara en mi mente, debió inventárselo.
—Había demasiados detalles, ningún error. Mamá era una guardia nocturna, ¿verdad?
El profesor Pones asintió, por lo que su hija siguió hablando.
—Pero la vi caer, papá, y no iba vestida como una guardia.
—Aitana, seguramente fue una ilusión que...
—¡Sabes que las ilusiones no me afectan! Heredé tu dura cabeza, ni siquiera los mejores magos negros son capaces de dominarme desde que sera una potrilla. ¡Eso no era una ilusión!
—¡Aitana, estás cayendo en el juego de...!
—¡Cállate! Sé lo que he visto, y necesito que me lo expliques, necesito que lo arreglemos ahora. Vi a mamá caer en una explosión, ¡y no llevaba armadura ni símbolos de la guardia! Viví tus recuerdos, luchando junto al tío Gilderald para encontrarla, ¡estabas fuera de ti! La secuestraron, ¿verdad?
El unicornio miró a su hija con severidad.
—Ya te lo dije, tu madre murió luchando contra un demonio, no hay nada más que hablar.
—¡¿Y qué hay de Hellfire?!
La expresión del profesor Pones le traicionó: se quedó con la boca abierta al oír ese nombre, sin poder encontrar una respuesta adecuada. Y, para su desgracia, Aitana confirmó que lo que había visto no eran invenciones de Kolnarg.
—Jamás me dijiste ese nombre, papá, ¡nunca en mi p*ta vida! Él secuestró a mamá, ese hijo de la gran p*ta lo hizo, ¡y tú corriste para salvarla, junto al tío Gilderald! Ninguno de vosotros me lo había contado, ni siquiera conocía ese nombre, ¡j*der! ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué me mentisteis sobre la muerte de mi madre?! ¡¿Por qué, maldita sea?!
—¡Porque hay cosas que no le puedes contar a una potrilla, Aitana!
—¡Dejé de ser una potra el día que apuñalé a un mago negro con un cuchillo de cocina! ¡Yo tenía quince años entonces, y estoy a punto de cumplir treinta y uno! ¿Cuántas mentiras más me habéis contado?
El profesor Pones no había bajado la mirada durante la retahíla de Aitana y, cuando esta acabó, sirvió dos copas de licor y se pasó una a su hija. Cuando habló, su voz sonó quebrada, sin la seguridad que normalmente transmitía.
—Hay... cosas que no se le puede contar a una potra, hija mía. Y cuando pasan los años es muy complicado desvelar los secretos que se han mantenido toda la vida.
Aitana respiraba rápidamente, luchando por controlarse y calmarse.
—Solo dime una cosa, papá, dime que lo último que vi no era cierto.
—¿Qué es lo que viste?
La arqueóloga, por primera vez en décadas, sintió que se venía abajo emocionalmente. Era una idea demasiado terrible, algo que estaba haciendo flaquear su fuerza de voluntad. Si esto resultaba ser cierto, la confianza que había depositado en su padre, el único poni del mundo en el que lo había hecho, iba a verse rota para siempre. Le costó un rato superar el nudo que se le había formado en la garganta; cuando lo hizo, fue con el susurro de una potra que luchaba por no llorar.
—Dime que tú no la mataste.
El profesor Pones miró a su hija y una profunda tristeza atravesó su mirada, la tristeza de alguien que no deseaba rememorar el episodio más oscuro de su existencia.
—Siéntate, hija, tenemos mucho de lo que hablar.
Aunque siempre fueron correctos y le proporcionaron una atención excelente, los sanadores se notaban inquietos por la presencia del colgante donde Kolnarg se hallaba encerrado. Siempre hubo varios guardias presentes cerca de la yegua marrón. Para los druidas, la presencia del lich era un faro continuo de peligro. La constante presencia de zorros, halcones y búhos, vigilándola sin descanso, eran un claro signo de que Gaia no pensaba diferente.
Durante el tiempo que pasó ingresada, la Arqueóloga mandó un mensaje, alquimia mediante, a su padre, informándole de sus sospechas respecto al conocimiento que la Hermandad de la Sombra sobre los Arqueólogos. El profesor le respondió enseguida, diciendo que haría unas averiguaciones y contactaría con ella tan pronto como le fuera posible.
Hope Spell, por contra, salió del hospital mucho antes, ya que ninguna de sus heridas era de gravedad. El joven semental usó ese tiempo libre para ayudar en la ciudad; con calma pudo buscar en sus libros algún conjuro útil, y no tardó en encontrar un hechizo para detectar muertos vivientes. Acompañó a los guerreros druida en busca de los necrófagos que, ya libres del influjo de su amo, se habían escondido entre las raíces de la ciudad, o habían huido para esconderse en algún recoveco del bosque.
No fue capaz de acercarse al Bosque de la Sabiduría de nuevo; lo ocurrido con Sinveria asaltaba su mente todas las noches.
Fue tras una expedición al bosque que un joven ciervo galopó hacia él y le informó de que Aitana Pones había salido del hospital y que su nave estaría lista pronto. El unicornio se despidió de los ciervos a los que acompañaba y trotó a la casa de Asunrix, donde todavía se alojaba, para recoger sus enseres personales. Por el camino, Hope no pudo evitar sorprenderse por cómo la ciudad había vuelto a la normalidad. La única diferencia es que una buena parte del puerto había quedado inutilizada debido a la gran cantidad de naves averiadas que no habían logrado desatracar. No podía negarse que, a pesar de la intensidad del ataque, las defensas de Lutnia habían probado ser excelentes, puesto que a duras penas se contaban un par de docenas de muertos, y todos ellos ocurridos durante el asalto por sorpresa en el puerto, antes de la llegada del ejército druida.
Una vez hubo recogido sus cosas, y como no pudo ver a Asunrix, Hope se encaminó a los muelles. Sin embargo, cuando salió del árbol le invadió una extraña sensación de melancolía, como si un ruido imperceptible hubiera hecho vibrar su interior. Miró a su alrededor hasta que, con una ligera sonrisa, recordó dónde estaba. Alzó una pata y la apoyó en la pared del gran árbol que le había dado cobijo las últimas semanas.
—Adiós amigo, gracias por todo.
Hope no percibió nada más, lo que hizo que se sintiera ligeramente avergonzado. Los ponis no tenían una unión con Gaia como los ciervos, por lo que seguramente había imaginado que el árbol se estaba despidiendo. Intentando disimular fue a emprender su camino cuando algo cayó justo frente a él: una apetitosa fruta amarillenta, la misma con la que los ciervos hacían su sidra. Hope la recogió con su magia y miró a la copa del árbol, sonriendo ligeramente, antes de darle un bocado mientras echaba a andar. Estaba deliciosa.
El puerto estaba empezando a recuperar su actividad ese mismo día: Los navíos dañados habían sido movidos a los atraques más cercanos a tierra para así restablecer el tráfico marítimo hacia la ciudad. La nave equestriana que había contratado Aitana se hallaba aún en la misma posición, por lo que no tardó en identificarla. Las velas, tras los estragos del fuego, habían sido reemplazadas por unas nuevas. Era curioso cómo lo que Hope creía que era lo más fácil de arreglar de un barco era, realmente, lo más complejo. El propio capitán le había dicho que “ojalá solo hubieran partido el mástil principal, a ver de dónde saco yo la tela necesaria”.
Los marineros iban y venían del bergantín ligero, cargando solo las provisiones necesarias para zarpar a alta mar cuanto antes. Junto a la pasarela no tardó en distinguir a una yegua portando un inconfundible salacot sobre la cabeza; Aitana también vio llegar al joven mago y caminó hacia él. Su pata delantera todavía estaba vendada, pero caminaba sobre ella sin ninguna cojera. La pata trasera izquierda, sin embargo, sí que estaba totalmente escayolada todavía, lo que la obligaba a caminar torpemente sobre tres cascos.
—Ya era hora.
—Estaba ayudando a localizar a unos no muertos en el bosque. Me alegro de verte fuera del hospital, ¿qué tal la pata?
—Bien, aunque me han prohibido apoyar peso en ella durante un par de días más. Me han tenido que reconstruir con magia algunos tendones.
Aitana miró durante un momento a Hope.
—¿Acabas de decir que estabas ayudando a cazar no muertos? Je, ¿le has cogido el gusto a esto, chaval?
—Tanto como el gusto... Simplemente debía ayudar. Era lo mínimo que podía hacer.
Aitana miró hacia el principio del muelle, por donde un gran ciervo marrón avanzaba hacia ellos. Este portaba una armadura ligera hecha de un complejo trenzado de cáñamo y otras materias vegetales, además de unas alforjas sobre su grupa. Asunrix caminaba con un porte imponente, quizá vestigio del juramento de venganza que había firmado con Gaia, arrastrando todavía cierto honor militar en sus pasos. Hope lo observó con la boca abierta, a duras penas pudiendo reconocer al sabio guerrero que le había acogido cuando llegó a Lutnia. Cuando el guerrero druida llegó frente a los ponis, se agachó en una pronunciada y respetuosa reverencia.
—Maestro de la magia, Maestra arqueóloga, me alegro de encontraros antes de vuestra marcha.
—No pensé en ir a verte antes de partir, Asunrix —respondió Aitana—. Debo irme en seguida.
—Mis palabras no pretendían ser un reproche, Maestra arqueóloga. Yo mismo he estado ocupado dejando mi puesto a un druida acorde. Supongo que partiréis a Tortuga, tras la pista del mago negro.
—No. Debo regresar a Equestria, Tortuga no es asunto mío en este momento.
Asunrix pareció francamente contrariado.
—Pensé que eras una cazadora de demonios, que partirías tras los responsables de este ataque.
—Mira, Asunrix —respondió Aitana, con el deje de irritación propio de alguien que está dando explicaciones solo por ser cortés—, el objetivo de la Hermandad no está ni en Cérvidas ni en Tortuga, está en otro lugar. Visitar una isla donde estuvieron hace semanas no ayudará.
El gran ciervo asintió.
—Entiendo tu planteamiento, Maestra arqueóloga, pero no lo comparto: Los jaguares pueden seguir el rastro de una sola presa durante días antes de darle caza.
—¿Vas a ir tras ellos?
Hope Spell, tras hacer esa pregunta, siguió con la mirada la pezuña con la que Asunrix estaba señalando a un navío de los Reinos Lobo.
—Partiré esta misma tarde. Seguiré la pista de Sharp Mind desde ahí; quizá deberíamos mantenernos en contacto, Maestra Arqueóloga.
Aitana asintió en silencio y hundió el casco en un bolsillo del chaleco, del que sacó un pequeño frasco de cristal el cual le entregó al druida. En su interior había un líquido verde, tan brillante que parecía incandescente.
—Es un transportador alquímico. Escribe un mensaje, pero jamás pongas mi nombre, solo las siglas A.P. Después abre el frasco y quémalo en la llama que saldrá del mismo. Llegará hasta un contacto intermedio que me lo hará llegar si es necesario. Solo tendrás dos usos, pero puedo organizar que te envíen más a Tortuga.
—Gracias, Doctora Pones —dijo el ciervo mientras guardaba el frasco en una de sus alforjas—. Te informaré de mis progresos cuando los tenga.
Después, el antiguo Maestro de la guerra, ahora solo un guerrero, se giró hacia Hope Spell y le hizo una gran reverencia.
—Maestro de la magia Hope Spell, he estado rememorando lo ocurrido cuando fui dominado. Recuerdo cómo intentaste detenerme, que te teleportaste para proteger a Sinveria, y que casi perdiste la vida por ello. Agradezco a Gaia que esquivaras mi ataque y que pueda hablar contigo en este momento.
—Siento no haber llegado a tiempo, Asunrix —se lamentó Hope—. Debí... debí haberlo supuesto, cuando me desperté en tu casa después de que Sharp Mind me sacara la información. Si os lo hubiera contado, quizá ahora...
Hope bajó la cabeza, todavía torturado por la culpa. El mago negro le había arrancado la información del pergamino, y había sido tan estúpido como para no avisar a nadie cuando notó que algo extraño había pasado en la taberna. Si lo hubiera hecho, si no hubiese supuesto que solo se había emborrachado...
—Maestro de la magia, cuando desperté me dijiste “no te culpes por Sinveria, estabas poseído, no eras dueño de tus actos”. Ahora te devuelvo las mismas palabras: no te culpes, pues no sabías qué fuerzas había en juego, y no estabas preparado para enfrentarte a ellas. Y, sin embargo, lo hiciste: habrías combatido contra mi a solas de ser necesario, aunque no tuvieras ninguna posibilidad. Te uniste a una batalla y luchaste por liberarme, aún cuando jamás no tenías experiencia en combate. Os debo a los dos mi vida, ponis, y a ti, Hope Spell, te debo el haber intentado proteger a Sinveria. Te doy las gracias por ello, y si tengo la oportunidad de devolveros el favor en el futuro, lo haré. Que Gaia os proteja y guíe vuestros pasos, hermanos poni.
Ambos equinos se despidieron del ciervo y este partió hacia su propia nave pero, se detuvo un momento y dijo:
—Por cierto, Maestro de la magia, el árbol que te proporcionó cobijo desea que plantes la semilla de la fruta que te estás comiendo en Equestria. Junto a un río, cerca de un bosque, pero no dentro de este.
Hope miró ojiplático al ciervo, y luego usó su magia para sacar levitando la semilla y guardarla en sus alforjas. Asunrix empezó a alejarse pero, al final del muelle, aparecieron varios ciervos totalmente armados. Esto hizo que el antiguo Maestro de la guerra retornara junto a los ponis para saber qué ocurría. Al poco distinguieron al ciervo rojizo que encabezaba a los guerreros druida.
—Saludos, Maestro de la guerra Solnes —saludó Asunrix ceremoniosamente, en equestriano.
—Saludos, guerrero Asunrix y Maestro de la magia Hope Spell. Maestra arqueóloga, y doctora, Aitana Pones, debo hablar contigo antes de tu partida.
La aludida volvió sobre sus pasos hasta situarse justo frente a Solnes. Este la miró a los ojos durante un instante antes de hablar, con un tono que denotaba un discurso ensayado.
—Doctora Pones, quiero expresarte mi más sincero agradecimiento. No solo arriesgaste la vida, junto al Maestro de la Magia Hope Spell, para intentar detener a los responsables del ataque: también escogiste la senda más compleja, luchando por dejar fuera de combate al, entonces, Maestro de la Guerra Asunrix. Sé que es mucho más fácil causar la muerte en un combate que inutilizar a un enemigo.
La cornamenta de Solnes brilló, haciendo que una parte densamente tallada de su armadura de madera se combara hacia afuera. Poco a poco, uno de los símbolos fue recortándose sobre el resto, hasta empezar a sobresalir, emulando a un objeto siendo extraído de un bote de brea. Ante los sorprendidos ojos de la arqueóloga, el objeto se cerró sobre sí mismo hasta formar un ornamentado broche de madera adornado por pictogramas ciervo. El propio Asunrix reaccionó ante el objeto, bajando la cabeza en dirección a Aitana como signo de respeto.
—Este es un amuleto con el que te reconozco como aliada de Gaia, un gran honor entre los nuestros.
La poni marrón tomó el objeto, estudiándolo con una grata sorpresa. Además de su significado simbólico, era realmente hermoso: los grabados se fundían entre si en una intrincada maraña. Necesitaría un rato para entender el significado de los mismos, pero identificó pictogramas sobre el respeto, la naturaleza y la vida.
—Vaya... no lo esperaba. Muchas gracias, Maestro...
—Hay algo más, antes de que me lo agradezcas, Aitana Pones.
Solnes levantó la pezuña hasta el pecho de su armadura y, de un compartimento bajo la misma, sacó un pergamino sellado con el símbolo de los maestros druida. Solnes lo desplegó y leyó en voz alta:
—La Maestra Arqueóloga, poni, conocida como Aitana Pones, porta un peligroso objeto: un medallón en forma de brújula en el cual habita un peligroso espíritu del pasado. Este objeto representa una amenaza para Cérvidas, y su portador...
—¡¿Qué mierdas estás diciendo?!
—...y su portador también. Por ello, mientras porte dicho espíritu consigo, se considerará a Aitana Pones un enemigo de Cérvidas.
—¡Solnes! —exclamó Asunrix— ¿Qué significa esto? ¡Aitana ha luchado por esta ciudad, y me salvó la vida! Ella no tuvo nada que ver con el ataque, ¿acaso lo has olvidado?
El ciervo pelirrojo miró a su amigo y, tras un instante de silencio, terminó de leer el pergamino:
—Y, como tal, deberá ser ejecutada en el acto.
Asunrix fue el primero en reaccionar, usando su magia para obtener una lanza directamente de la madera que formaba el muelle. Aitana empezó a retroceder y, a su espalda, el capitán del navío equestriano dio una orden, haciendo que varios marineros alzaran ballestas y mosquetes por igual hacia los guardias ciervo.
—¡Basta! —gritó Solnes, alzando una pezuña—. Esta orden no ha sido enviada todavía, no hemos venido a ejecutarla, Aitana Pones. He venido a advertirte, por favor, bajad las armas.
Asunrix fue el primero en hacerlo, seguido por los marineros del bergantín. Aitana, una vez convencida de que no iban a atacarla, avanzó de nuevo hacia Solnes.
—¡¿Qué clase de broma es esta?! ¡Estuve luchando contra los no muertos, intenté detener a los culpables y solo dejé inconsciente a Asunrix cuando tuve la oportunidad de matarlo! ¡Tú mismo lo has dicho, ¿y ahora vienes a decirme que no vuelva?!
—Aitana Pones, si no reconociera tu ayuda no estaríamos teniendo esta conversación. Debes entender que mi deber es proteger Lutnia, como primer Maestro de la Guerra de esta ciudad.
—¿A costa de la poni que me salvó la vida, amigo mío? —preguntó Asunrix agriamente—. No puedo compartir tu decisión.
—¡Es una orden injusta! —objetó Hope—. Aitana ha...
—¡Esto no es una cuestión de justicia o injusticia! —interrumpió el ciervo pelirrojo—. Tú misma, Aitana Pones, fuiste incapaz de controlar al espíritu que portas en el círculo ritual, y tú misma dijiste que si se hubiera continuado... ¡habría ocurrido una masacre! ¡En la capital de Cérvidas!
—Maestro de la guerra, si lo que buscas es hacer lo correcto...
—¡Si hubiese hecho lo que debo en lugar de lo correcto te habría hecho ejecutar en los calabozos! En lugar de ello te he dado tiempo a recuperarte y a que tu nave sea reconstruida para que puedas marcharte. No te atrevas a juzgar mis actos, no estás en posición de hacerlo.
Asunrix avanzó hacia su viejo amigo, dejando caer la lanza que portaba, la cual fue absorbida por la raíz que formaba el muelle.
—Dime, Maestro de la Guerra, ¿quién ha redactado esta orden?
—Yo lo hice. Es mi decisión, no voy a arriesgar miles de vidas por la Maestra Arqueóloga, a pesar de que te salvara, Asunrix. Una vida o dos no valen más que la seguridad de toda Cérvidas.
—Siempre que no sea la tuya, ¿verdad? —escupió Aitana. Solnes no se inmutó.
—Si con mi vida pudiera proteger a mi nación o a Gaia, no dudes que la entregaría. No hay nada más que hablar, doctora Pones: cuando ese espíritu ya no esté contigo, serás recibida como una amiga en Lutnia. Hasta entonces, se te considerará una enemiga para toda Cérvidas.
La yegua marrón sostuvo la mirada con Solnes durante unos segundos antes de volverse y cojear a través de la pasarela. Sin embargo se giró de un rápido movimiento y, con desprecio, lanzó algo al suelo: el brazal de madera que le había entregado el ciervo rojizo en reconocimiento por su ayuda. El objeto rebotó varias veces hasta detenerse justo frente a Solnes.
—Sabes que intenté destruirlo. Podrías ayudarme a hacerlo, pero has preferido escurrir el bulto y dejar que otro se encargue, prohibiéndome acudir a los druidas en el futuro. ¡Eres un p*to cobarde, Solnes, y no eres digno de hacerte llamar “Maestro de la guerra”!. Si algún día fracaso y el lich es liberado, recuerda que tú podrías haber evitado una masacre. Vete al infierno, ciervo.
Aitana subió hasta la cubierta del bergantín, murmurando al capitán “vámonos”. Hope miró a Solnes durante un instante sin decir nada, después se despidió de Asunrix y embarcó en la nave. Pocos minutos después, las amarras fueron retiradas y la embarcación equestriana desplegó las velas, apuntando al horizonte. Asunrix y Solnes la observaron perderse en la lejanía.
—He hecho lo que debía, amigo mío.
—No, Maestro de la Guerra —respondió el gran ciervo marrón, entonando el título para denotar que no le había llamado por su nombre—, has hecho lo más conveniente.
Sin decir nada más, Asunrix abandonó el muelle, dejando a Solnes a solas con sus pensamientos.
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Aquel mismo día, al anochecer, a duras penas podían disinguirse las costas de Cérvidas en el horizonte. La tripulación ejercía sus tareas con calma y organización, preparándose para la navegación nocturna de la misma forma que habían hecho a la ida. Según el navegador, el viento era favorable y, si no cambiaba, deberían llegar a Manehattan en unos seis días.
Aitana había pasado el día en la proa, mirando hacia el infinito sin hablar con nadie. El capitán, ya escarmentado del anterior viaje, tampoco intentó entablar conversación; fue Hope el que, finalmente, decidió acercarse a la Arqueóloga. Esta notó su presencia y, sin girarse, le preguntó:
—¿Qué quieres, Hope?
—Saber si estás bien, llevas todo el día ahí, ni siquiera has venido a comer.
—Luego comeré. ¿Me vas a decir lo que quieres?
—Ya te lo he dicho, saber si estás bien, pareces bastante afectada por lo de la orden contra ti.
—¿Y un chaval que acaba de conocer mundo me va a ayudar? ¡Ja! —exclamó sarcásticamente—. No me jodas.
Hope, ofendido por los modales de Aitana, habló alzando la voz.
—¿Siempre tienes que ser tan estúpida?
—¿Y tú? —respondió ella, girándose para mirarlo—. ¿Tanto te cuesta entender que no es tu p*to problema? Lo de Cérvidas es lo de menos, tengo asuntos mucho más importantes en mente, y contigo no quiero compartirlos, ¿estamos? Déjame en paz.
—Mira, si no quieres contármelo dilo desde el principio, pero a mi no me faltes al respeto. Me he jugado la vida por ayudarte.
—Nadie te pidió ayuda.
—Si no fuera por mi Asunrix te habría matado. Al menos respeta eso.
Aitana miró durante unos segundos al semental verde antes de volver a perder su mirada en el horizonte.
—Tengo que reconocer que la idea del pararrayos fue cojonuda. ¿Estás contento ya? ¿O además quieres una palmadita en la espalda?
Hope miró a la yegua durante unos segundos y, antes de decir algo de lo que se arrepintiera, le dio la espalda y se marchó. Esta permaneció en la misma posición, observando la luna alzarse en el firmamento. El mar estaba en perfecta calma, y el astro de la noche se reflejaba en el mismo, formando un millar de luces sobre las olas. Y, mientras tanto, la mente de Aitana giraba en torno a las visiones que le había mostrado Kolnarg.
¿Eran ciertas?
¿Cuánta verdad había en lo que le habían contado sobre la muerte de su madre?
¿Cuánta tras los diabolistas y magos negros que la habían perseguido durante su infancia?
O quizá... ¿le había mentido? ¿Su propio padre?
Pero la visión sobre la muerte de su madre no podía ser cierta. No era posible, tenía que hablar con él en cuanto llegara. Tenían que arreglarlo antes de que las dudas afectaran a su confianza.
Súbitamente sintió una ligera vibración en uno de sus bolsillos; lo abrió y de él salió una llamarada verde que formó un pergamino frente a ella. Lo cogió y leyó rápidamente un mensaje del profesor Pones.
“A.P:
Creo que tus sospechas pueden ser ciertas. He mandado un mensaje a los otros, nos reunimos donde siempre en diez días.
P.P.”
—Maldita sea.
La Arqueóloga lo leyó un par de veces antes de romper el pergamino en varios pedazos y arrojarlo por la borda. En el fondo, deseaba haberse equivocado, que los Arqueólogos no hubiesen sido descubiertos. Pero si su padre los hacía llamar...
Eran pocos, realmente eran muy pocos. Desde el desastre de Kolnarg cada vez eran menos los que luchaban en las sombras de Equestria; el disimulo y la doble identidad siempre habían sido sus principales defensas, la única forma de poder escapar de la lucha y descansar hasta la siguiente. ¿Qué podía haber ido mal? ¿Cómo podían haber conseguido información sobre los Arqueólogos?
En ese momento, Aitana sintió el impulso de mandar un mensaje a “Dobledé”, pero le quedaban muy pocos preparados alquímicos para ello, y prefirió reservarlos por si se presentaba una emergencia. Probablemente su gran amiga estaba bien, si no habrían recibido el pergamino rojo que todos los Arqueólogos portaban por si fracasaban en una misión.
La corriente de pensamientos de Aitana fue interrumpida por un rugido proveniente de su estómago; decidió que, a fin de cuentas, Hope tenía algo de razón, por lo que se dirigió a la cocina para conseguir algo de comer.
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Tras varios días de viaje, en medio de la noche, Hope despertó con un sobresalto en su hamaca. Miro a la oscuridad que le rodeaba, respirando agitadamente, hasta que logró calmarse y asimilar que solo había sido otra pesadilla. La misma que le atormentaba desde la noche del ataque, rememorando el momento en que encontró a Sinveria.
Estudió los alrededores, intentando calmar los desbocados latidos de su corazón: casi todas las hamacas estaban ocupadas por la tripulación, el sonido de cascos en la cubierta denotaba la presencia de aquellos que les tocaba turno durante la noche, manteniendo el rumbo del barco; no había luces en el exterior, pues así evitaban ser detectados por piratas, y el continuo rodar de una botella de cristal con el movimiento del barco demostraba que algún marinero había bebido de más antes de ir a dormir. La cacofonía de ronquidos era tan intensa que Hope rió, incrédulo de que hubiera podido pegar ojo con semejante escandalera. Sabiendo que no iba a poder dormir, subió a cubierta para intentar despejarse. Al aire del mar era cálido, signo de la cercanía del verano, y el cielo estaba totalmente despejado. Hope se dirigió a unos bancos que había en el castillo de popa, donde sabía que no molestaría si se tumbaba para mirar las estrellas.
El joven mago no era ningún experto, pero en una noche como esa, despejada y lejos de toda fuente de luz, no le fue difícil distinguir algunas constelaciones: El caballo, el Rey Alicornio, Stellarum, la Madre Blanca...
—¿Qué, no puedes dormir?
Hope se sobresaltó al oír la voz de Aitana cerca suyo. La yegua estaba tumbada también en un banco cercano, mirando al cielo, y por la oscuridad no había reparado en su presencia.
—Tuve una pesadilla. ¿Y tú?
—Me relaja estar aquí.
—¿Qué tal la pata?
—Mejor.
Los dos ponis se quedaron en silencio, disfrutando de la tranquila noche. Sin embargo, el joven mago estaba inquieto, cavilando cómo empezar a explicar algo que le rondaba por la mente para que la arqueóloga le tomara en serio.
—He estado pensando algo.
La yegua no dijo nada y, tras unos segundos de duda, Hope siguió hablando.
—Aitana, ¿cuántos seguidores de las artes oscuras hay en Equestria?
Durante unos segundos no hubo respuesta, mientras la Arqueóloga trasteaba con algo en la oscuridad. Cuando escuchó el ruido de la yesca y el pedernal, y varios chispazos iluminaron la zona, Hope entendió que estaba encendiendo un cigarrillo.
—No sabía que fumaras.
—Y no lo hago, pero esta noche pedía un cigarro a gritos.
La yegua marrón dio una profunda calada, hecho que hizo que su rostro quedara iluminado por el incandescente resplandor anaranjado del tabaco, y después respondió a la pregunta.
—Suficientes como para que tengamos que combatirlos.
—¿Pero cada cuánto aparecen?
—Están ahí día a día, preparando sus planes. Quizá alguien descubre un antiguo poder oculto, un noble intenta usar la magia negra para dominar a sus enemigos, o alguien decide que es una gran idea hacer un pacto con el Tártaro.
—Pero nunca hay noticias de ello, no puedo creer lo que me dices.
El resplandor del pitillo aumentó con una nueva calada de Aitana. Hope la observó en silencio.
—Estudias magia antigua. Supongo que en Historia habrás aprendido sobre “La prohibición de la magia prohibida”, ¿verdad?
—Claro. Un periodo hace setecientos años en el que los magos del mundo decidieron eliminar toda referencia a la magia negra, nigromántica y demonologista. Querían evitar que esas peligrosas artes se expandieran por el mundo de nuevo.
—Los que estudiamos historia más allá de los libros oficiales le damos otro nombre a ese periodo.
—¿Cuál?
—“El exterminio”.
Aitana dio una nueva calada ante de seguir explicando.
—Tras el exilio de Nightmare Moon, los magos negros, nigromantes y diabolistas pugnaban por conseguir una parte del poder que esta les había prometido. Celestia reorganizó las guardias solares y lunares en una sola, y les encomendó la tarea de poner fin al caos.
—¿Detuvieron a los magos oscuros?
—No. Los mataron.
Hope se incorporó sobre su banco, incrédulo.
—Eso que dices no es posible, Celestia ha demostrado ser una princesa bondadosa. Lo que estás diciendo es que prácticamente ordenó un genocidio.
—Estamos hablando de hace mil años, chaval. Los tiempos eran diferentes, mucho más duros que hoy día. Hay pruebas de lo que digo, pero los historiadores las ignoran como “disparates”. Igual que cuando yo hablé de la guerra entre Unicornia y Cebrania.
—Pero entonces...
—Celestia ordenó erradicar las artes mágicas prohibidas del mundo, y lo hizo con precisión y sin compasión. La última parte de este proceso fue lo que tú has estudiado: “La prohibición”. Así se aseguró de que no quedara casi ningún practicante de las artes prohibidas y, eliminando toda referencia a las mismas salvo las leyendas, evitó que ningún mago sediento de poder las estudiara. Celestia optó por el olvido como mejor arma para proteger al mundo.
Hope Spell pareció quedarse en shock durante unos instantes, tratando de asimilar que el pasado de su nación era mucho más oscuro de lo que le habían contado. Vio una pequeña luz naranja y roja frente a él y, sin pensar, tomó el cigarrillo con su magia y dio una calada.
—Si se olvidó todo, —dijo, echando humo al hablar—, ¿cómo sabes tú tanto de las artes oscuras?
—Porque los cazadores de demonios de la época se rebelaron cuando Celestia les ordenó disolverse. Formaron sociedades ocultas que fueron transmitiendo los conocimientos generación tras generación, combatiendo las artes oscuras en secreto. Yo formo parte de un grupo descendiente de los primeros cazadores de demonios. La magia blanca que tú estudias es la única prueba pública de que una vez hubo que luchar contra la magia prohibida.
—Pero... ha funcionado, ¿no? El “olvido” ha funcionado, ¿por qué mostraste al mundo a Manresht? ¿Por qué rompiste el secreto?
La yegua marrón alargó la pezuña, pidiendo el cigarro de vuelta y, tras darle dos caladas, respondió:
—Era una idea que me rondaba desde hace tiempo: el mundo tiene que recordar las verdades que se le han ocultado. Además —añadió con una risa—, estaba cabreada.
—¿Por qué dices eso? ¿Por qué teníamos que recordar?
—Preguntas demasiado, chaval.
Ante la seca respuesta, Hope se quedó en silencio durante unos largo minutos, mientras Aitana seguía dando ocasionales caladas al cigarro. Mirando al cielo, el semental verde pensó en lo que les había ocurrido a Asunrix y Sinveria... Amigos de toda la vida, ella le había confiado a él su seguridad en su momento de mayor vulnerabilidad, mientras estaba en trance. Ese era el terrible poder de la magia negra, un poder contra el que ni siquiera la lealtad más fuerte se puede resistir. Las ideas le llevaron a pensar en su propia familia: sus dos hermanas pequeñas, su padre, su madre...
¿Qué pasaría si se producía un ataque como el de Lutnia en cualquier ciudad de Equestria? ¿Y si ocurría en Manehattan, y sus familiares no podían huir? Hope no quería esperar a que ocurriera para averiguarlo.
—Aitana, quiero unirme.
—¿Eh?
—Quiero luchar contra las artes prohibidas.
—Chaval, no sabes de lo que estás hablando.
—¿Que no sé? ¡No me vengas con esas! —exclamó el joven, levantándose del banco—. ¿Qué quieres que haga, que vuelva a mi vida normal, que olvide lo ocurrido? Llevo la mitad de mi vida estudiando la magia blanca, y solo aplicándola para la curación y ni siquiera soy un buen sanador. Pero ahora he aprendido que la parte de la magia dedicada a combatir los malos espíritus, los no muertos y la magia negra no es solo una curiosidad, sino un arte que puedo usar para ayudar a otros. No puedo quedarme quieto, Aitana, no después de lo que he vivido.
Aitana observó, en la penumbra, a Hope mientras hablaba. Lo hacía con convicción, y le pareció sincero.
—Je, no tienes ni p*ta idea —respondió ella con cierto sarcasmo—. Dime, chaval, ¿qué estarías dispuesto a hacer?
—¿Para evitar algo como lo de Lutnia? Lo que sea.
—¿Incluso matar?
Hope tardó unos segundos en responder.
—No... no lo sé. Supongo que si mi vida dependiera de ello, pero...
—No lo sabes, normal —concluyó ella—. ¿Y si te dijera de dejar a alguien atrás, de no detenerte a ayudar a un inocente en apuros, y que te centres en el objetivo de la misión? ¿Si tuvieras que dejarlo morir, qué harías?
—Si estuviera en mis pezuñas salvar a alguien, lo salvaría.
—¿Tienes familia, Hope?
La pregunta pareció pillar de improviso al semental, el cual dudó antes dar una respuesta.
—Eh... Sí, dos hermanas y mis padres.
—Imagina que una de tus hermanas está enferma y a punto de morir, y que un diabolista o un nigromante te ofrecen un pacto para salvarla.
—¿Qué? Pero...
—O incluso que ya haya muerto y te ofrezcan resucitarla. ¿Aceptarías?
El joven mago, tras un instante, clavó la mirada en el entarimado de la cubierta, imaginando la situación. Amaba a sus hermanas más que nada en el mundo, e imaginar perder a cualquiera de ellas era una idea demasiado terrible incluso para ser puesta en palabras. Si alguien le ofreciera salvarla...
—Si... si estuviera enferma, no lo sé, Aitana, no lo sé. Pero si ya hubiera muerto... jamás recurriría a la nigromancia ni a los demonios para traerla de vuelta.
—¿Por qué no?
—¡Porque es una monstruosidad! —exclamó el semental—. No permitiré que mi familia se vea envuelta en la nigromancia o los demonios, no pienso permitir que sus almas...
Hope Spell no acabó la frase, lo cual Aitana vio como algo positivo. Ese joven unicornio sabía el precio a pagar por aliarse con las fuerzas del Tártaro, fuera cual fuera el objetivo. Los demonios podían traer a alguien de entre los muertos, pero a cambio atraparían su alma para toda la eternidad; los nigromantes podían volver un cadáver a la vida, pero como una mera marioneta del ser que una vez fue. En ambos casos, era mejor dejar a los muertos tranquilos.
Y ese aprendiz de mago blanco había comprendido esa lección básica de todo aquel que luchaba contra las artes prohibidas, hasta el punto de que imaginar a sus hermanas, siendo maldecidas por las artes prohibidas, lo había trastornado.
La familia... sería un problema.
—Ve a descansar, Hope. Lo pensaré.
—Aitana, tengo muchísimo que aprender, pero si me das una...
—¿Oportunidad? j*der, no seas pesado —le interrumpió ella, ruda pero sin malicia—. Sé que aprenderías, yo misma no había tocado un arma en mi vida cuando empecé en esto. Pero no es tan sencillo, déjame pensarlo.
Hope, al cabo de poco, se levantó en silencio y se fue, murmurando “buenas noches”. Aitana lo observó desaparecer por la trampilla que daba a la zona de la tripulación, después volvió a tumbarse y, mirando a las estrellas, dio una profunda calada, iluminando su rostro con la brasa del moribundo cigarro. Una sonrisa cruzó la cara de la yegua.
—Estúpido, bonachón e idealista. A Macdolia le habría caído bien.
Aitana lanzó la colilla la cual, como una minúscula estrella fugaz, surcó la noche hasta caer por la borda y perderse en la inmensa negrura del océano. Quizá Hope Spell tuviera la madera para convertirse en un buen Arqueólogo, pero siempre era una apuesta arriesgada. Además, primero tendría que conocer todo lo que implicaba luchar contra las artes prohibidas y decidir qué hacer.
Muy pocos decidían asumir los sacrificios y responsabilidades que implicaba llevar una vida como la de Aitana.
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Tal como dijo el piloto, la nave tardó solo seis días en llegar a Manehattan. La imponente ciudad Equestriana, “la capital del mar” como era llamada informalmente, presentaba una visión espectacular con sus grandes construcciones y el continuo tráfico marítimo que la caracterizaba. Desde la distancia no parecía que nada hubiera alterado su normal actividad, como si sus habitantes fueran ajenos a los eventos ocurridos en Cérvidas hacía algo más de una semana.
Sin embargo, Hope observó algo extraño: varios ponis empezaron a seguir al barco desde el muelle y, cuando echaron amarras, una gran multitud se congregó frente al mismo. Los propios marineros del bergantín estaban sorprendidos, pero hubo alguien que supo enseguida qué estaba ocurriendo. Y lo explicó con dos simples palabras:
—Oh, mierda.
La pasarela fue tendida y Aitana fue la primera en descender. Al instante, todos esos ponis, armados con libretas y grabadoras, la rodearon, inclusive los pegasos fotógrafos que se afanaban en tomar una instantánea de la llegada de la doctora Pones a Manehattan.
—¡Doctora Pones! Una entrevista para el Daily Mare: ¿estuvo usted en Lutnia cuando se produjo el ataque?
—¡Doctora, Fast Pen, del Manehattan Express! ¿Sabe algo del ataque no-muerto? ¿Es cierto que combatió usted contra un Maestro de la Guerra?
—¡Señorita Pones! Hay rumores que la relacionan a usted con el ataque, ¿tiene algo que añadir?
Aitana respiró hondo antes de alzar la voz para responder.
—Os voy a dar cuatro respuestas: Sí, sí, no y...
La cuarta llegó como una acción: aún con la pata trasera enyesada, la yegua marrón dio un paso atrás y empujó a una reportera hacia el borde del muelle. Esta no esperaba el empujón y, a pesar de sus esfuerzos, perdió el equilibrio y cayó al agua.
—¡Y si alguien quiere acompañarla que me haga otra pregunta! ¡Hope, vamos!
Los periodistas se separaron de la arqueóloga, la cual, acompañada por el joven unicornio, echó a andar hacia la universidad. A pesar de que algún periodista le lanzó una pregunta o la recriminó por su actitud, ninguno se atrevió a acercarse de nuevo.
A su espalda, un pegaso ayudó a la desafortunada periodista a salir del agua.
—“Estudia periodismo”, dijeron, “será divertido”, dijeron. Yo me vuelvo a mis novelas.
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Ya en la universidad, Aitana se dirigió directamente al edificio de Historia y Arqueología para encontrarse con su padre.
—Hope, ve con tu familia. Hablaré contigo más tarde.
—¿Has pensado sobre lo que te dije?
—j*der, ¿no me has oído que hablaré contigo depués?
Sin despedirse, Aitana se marchó dejando solo al joven semental. Este la miró unos segundos y negó con la cabeza antes de tomar el camino hacia su casa. A fin de cuentas, si las noticias del ataque habían llegado ahí, sus padres debían estar de los nervios.
Aitana, mientras tanto, subió directamente al despacho de su padre. Algunos alumnos la reconocieron y la saludaron, pero la mayoría notaron que la yegua marrón no estaba del mismo buen humor y ganas de fiesta con las que solía volver a la universidad tras sus expediciones. Llamó a la puerta del despacho y entró. Su padre, el profesor Pones, estaba rodeado de un montón de cachivaches y mapas, como de costumbre; nada más verla, salió de detrás del escritorio y el chirrido de su silla de ruedas le acompañó el unicornio gris cuando corrió a abrazar a Aitana.
—Hija, me alegro de verte de una pieza —el profesor reparó en la escayola de la pata trasera derecha de su hija—. Bueno, más o menos.
—Yo también me alegro de verte. Y oye, ¿qué hace un ciego burlándose del tuerto?
—Eso ha sido un golpe bajo —rió él—. Espero que tengas una buena historia por contar.
—Demasiado, papá. Saca un par de copas de algo fuerte, nos van a hacer falta. Las cosas van mucho peor de lo que imaginábamos.
—Eso me temo.
El profesor sacó una botella de un licor fuerte de frutas y dos copas, las cuales fue sirviendo a intervalos regulares a medida que Aitana relataba lo que había ocurrido: El intento fallido de destruir a Kolnarg, Sinveria descrifrando el pergamino, el ataque de los no muertos, la dominación de Asunrix y la injusta decisión de Solnes.
—Lo más preocupante de todo esto es que sabían exactamente qué estaban buscando y dónde atacar. ¡Sabían del pergamino! —exclamó Aitana—. Si lo encontraron tus alumnos, ¿cómo podían saber del mismo? ¿Y cómo sabían dónde iríamos a traducirlo? Tenían demasiada información, papá.
—Eso mismo me he preguntado yo, y me temo que tengo la respuesta.
El profesor apuró la copa de un trago y se sirvió otra.
—Nos han utilizado.
Tras comprender todo lo que suponían esas palabras, Aitana apuró su propia copa.
—Atacaron la biblioteca del Imperio de Cristal —continuó el profesor—, se llevaron información del Weischtmann, pero dejaron justamente el único pergamino que necesitaba ser traducido por druidas. Fui un estúpido, debí haberlo imaginado: necesitaban a alguien con contactos entre los maestros druidas para traducirlo.
—Pero si ese alguien eras tú... j*der, ¡j*der! Eso significa que saben de... ¡No puede ser! Cambiamos de identidad, papá, y desconectamos de todo nuestro pasado. ¡Acabamos con todo aquel culto, no pueden ser los mismos!
—Y creo que no lo son, esto no tiene que ver con nosotros dos, Aitana, sino con los Arqueólogos en si. Me temo que, de alguna forma, han descubierto nuestras identidades. Solo me pregunto cuántos estamos en peligro ahora mismo.
Aitana se levantó, inquieta, y acabó caminando hasta la misma pizarra donde había trazado su esquema para explicar su teoría sobre una organización cuando volvió de los Reinos Lobo. Este había sido completado por el profesor Pones con datos y recortes de prensa. Y ahora sabían que esa teoría tenía un nombre: La Hermandad de la Sombra.
—¿Crees que pudo ser por lo de Manresht? Quizá fue culpa mía...
—Creo... que era inevitable, hija. Incluso si nadie sabe quién soy, es fácil que Trottinghoof contara que yo estaba contigo con el sarcófago de Manresht. Sin embargo, reunir un ejército no muerto como el que describes tiene que haberles llevado meses, creo que era un plan que pusieron en marcha desde antes de que volvieras de los Reinos Lobo. Además, todo esto no encaja con los informes de otros Arqueólogos.
—¿Qué? —exclamó Aitana—. ¿También se han encontrado con la hermandad?
—No directamente, pero... hay un patrón. Están reuniendo poder, como tú pensabas, y no solo por Manresht. Por eso he hecho llamar a todos: necesitamos poner información en común y averiguar qué está pasando.
—Su p*ta madre... la Hermandad es mucho más poderosa de lo que creíamos.
—Eso me temo. Están mucho más extendidos de lo que imaginaba, actúan en varios puntos al mismo tiempo.
La arqueóloga volvió a sentarse y se quedó en silencio junto a su padre, bebiendo poco a poco el fuerte y dulce licor. Por primera vez desde el desastre de Kolnarg, los Arqueólogos volvían a reunirse para enfrentarse a un enemigo realmente poderoso. Y no era un pensamiento agradable para ninguno de estos, teniendo en cuenta que esta vez, además, su propia seguridad estaba en peligro.
—Hope Spell dice que quiere unirse, que quiere luchar.
—¿Oh? —respondió el profesor, sorprendido—. ¿Y por qué, si puede saberse?
—Dice que no puede quedarse quieto, que quiere proteger a quien pueda y usar su magia blanca para algo más que curar.
—Je, pobre iluso, no tiene ni idea de qué está hablando.
—Cierto —afirmó Aitana—, pero el muy idiota es listo. Supo usar sus pocas habilidades con frialdad, y no parece que le mueva la codicia. Pero tiene familia.
—Eso será un problema.
—Sí.
Nuevamente se quedaron en un tenso silencio; Aitana acabó su copa de nuevo, pero no la rellenó. No sabía cómo decir lo siguiente, por primera vez en muchos años se sentía realmente aterrorizada. Tenía miedo de lo que podía averiguar al hacerle la siguiente pregunta a su padre, a que todo su pasado y las bases sobre las que había construido su vida se derrumbaran de golpe. Pero sabía que la duda podía llevar a la desconfianza, y no quería que eso ocurriera. El profesor Pones era su única familia, a fin de cuentas.
—Papá, hay algo que no te he contado. Sobre el ritual para destruir a Kolnarg.
—¿Sí?
—Entró en mi mente y... me...
—¿Te dominó de nuevo?
—No —negó la yegua del chaleco—. Me mostró... algo. Por lo visto, cuando llevaste tú la brújula mientras estuve en la cárcel, entró en tu mente.
Súbitamente, Aitana sintió que el susodicho objeto aumentaba en peso y reducía su temperatura. El ligero murmulló que la arqueóloga sentía en la parte de atrás de la cabeza cuando portaba el receptáculo del lich se incrementó, como si el espíritu estuviera escuchando la conversación. El unicornio gris de crines negras pareció ligeramente alterado.
—Eso no puede ser, Aitana. Jamás sentí que nada entrara en mi mente, debió inventárselo.
—Había demasiados detalles, ningún error. Mamá era una guardia nocturna, ¿verdad?
El profesor Pones asintió, por lo que su hija siguió hablando.
—Pero la vi caer, papá, y no iba vestida como una guardia.
—Aitana, seguramente fue una ilusión que...
—¡Sabes que las ilusiones no me afectan! Heredé tu dura cabeza, ni siquiera los mejores magos negros son capaces de dominarme desde que sera una potrilla. ¡Eso no era una ilusión!
—¡Aitana, estás cayendo en el juego de...!
—¡Cállate! Sé lo que he visto, y necesito que me lo expliques, necesito que lo arreglemos ahora. Vi a mamá caer en una explosión, ¡y no llevaba armadura ni símbolos de la guardia! Viví tus recuerdos, luchando junto al tío Gilderald para encontrarla, ¡estabas fuera de ti! La secuestraron, ¿verdad?
El unicornio miró a su hija con severidad.
—Ya te lo dije, tu madre murió luchando contra un demonio, no hay nada más que hablar.
—¡¿Y qué hay de Hellfire?!
La expresión del profesor Pones le traicionó: se quedó con la boca abierta al oír ese nombre, sin poder encontrar una respuesta adecuada. Y, para su desgracia, Aitana confirmó que lo que había visto no eran invenciones de Kolnarg.
—Jamás me dijiste ese nombre, papá, ¡nunca en mi p*ta vida! Él secuestró a mamá, ese hijo de la gran p*ta lo hizo, ¡y tú corriste para salvarla, junto al tío Gilderald! Ninguno de vosotros me lo había contado, ni siquiera conocía ese nombre, ¡j*der! ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué me mentisteis sobre la muerte de mi madre?! ¡¿Por qué, maldita sea?!
—¡Porque hay cosas que no le puedes contar a una potrilla, Aitana!
—¡Dejé de ser una potra el día que apuñalé a un mago negro con un cuchillo de cocina! ¡Yo tenía quince años entonces, y estoy a punto de cumplir treinta y uno! ¿Cuántas mentiras más me habéis contado?
El profesor Pones no había bajado la mirada durante la retahíla de Aitana y, cuando esta acabó, sirvió dos copas de licor y se pasó una a su hija. Cuando habló, su voz sonó quebrada, sin la seguridad que normalmente transmitía.
—Hay... cosas que no se le puede contar a una potra, hija mía. Y cuando pasan los años es muy complicado desvelar los secretos que se han mantenido toda la vida.
Aitana respiraba rápidamente, luchando por controlarse y calmarse.
—Solo dime una cosa, papá, dime que lo último que vi no era cierto.
—¿Qué es lo que viste?
La arqueóloga, por primera vez en décadas, sintió que se venía abajo emocionalmente. Era una idea demasiado terrible, algo que estaba haciendo flaquear su fuerza de voluntad. Si esto resultaba ser cierto, la confianza que había depositado en su padre, el único poni del mundo en el que lo había hecho, iba a verse rota para siempre. Le costó un rato superar el nudo que se le había formado en la garganta; cuando lo hizo, fue con el susurro de una potra que luchaba por no llorar.
—Dime que tú no la mataste.
El profesor Pones miró a su hija y una profunda tristeza atravesó su mirada, la tristeza de alguien que no deseaba rememorar el episodio más oscuro de su existencia.
—Siéntate, hija, tenemos mucho de lo que hablar.